Lo que aquí se cuenta es ficción. Todo, incluso la conjunción "y"
y el artículo "la", es mentira.
1.Un día, Marta me dijo que ella simplemente quiere ser
escritora. Eso es lo único que, en realidad, le interesa. Y para ello se pasa
todo el santo día escribiendo. Eso es todo. Me dijo la frase muy seria y
mirándome a la cara, de frente. Yo, que había leído su La lección de anatomía, ya lo sabía. Pero, desde entonces, cada día,
al levantarse, me repite la misma frase. “Yo
sólo quiero ser escritora”. No sé por qué lo hace. Últimamente suena poco
convincente, pero es posible que sea yo, que ya no la escucho. Ella ya es
escritora, en cualquier caso. Sin embargo, siento envidia de no ser capaz de
tomar la misma decisión. Sí, yo también quiero ser escritor, pero no me siento hábil
para renunciar a todo lo demás. Primordialmente al salario y a las horas de
completa libertad que me dan las pocas clases en la universidad. Hay gente que
no necesita renunciar a nada. Son profesores y escritores. Locutores de radio,
y escritores. Economistas, y escritores. Cualquier profesión, y escritores.
Tendría su lógica si no vendieran. Pero es que, además, venden un montón. Uno
de los pocos que no finge es ése, cómo se llama… El Pérez Reverte, sí. Cuando
no escribe, viaja en su velero. También es coherente Marta Sanz. Sólo escribe.
Y si no, da conferencias por el mundo. Bueno, últimamente sólo escribe. El resto
del tiempo, hacemos el amor o vemos la televisión o tomamos vino.
Mientras
Marta escribe, yo hago la compra, preparo la comida, limpio la casa y voy al
trabajo. Este es el orden de prioridades. En alguna ocasión le he propuesto
tener hijos. Al fin y al cabo con lo que ella gana y mis clases nos lo
podríamos permitir. Pero dice que no se siente preparada, que es pronto. Un día
escondí la tableta de las píldoras. Se puso realmente histérica. Yo sólo quería
hacer el amor y tener un hijo. Pero, no fue posible. Se encerró en el baño
durante horas. Cuando salió, vio su píldora en la mesita. Se la había puesto
yo, claro. Yo sonreía: creía que se alegraría de ello. Me pidió que me fuera a
dormir al salón. Me lo pidió, lo que le honra, aunque lo hizo mirando el suelo.
Bueno, esto creo que luego lo desarrollaré con más detalle. O no. No lo sé.
2.A menudo salimos a la terraza a tomar vino y ver el
anochecer. Alrededor de las 7 de la tarde, abro la botella y la dejo que
respire. Mientras, preparo las butacas, con sus cojines, una manta por si
refresca, la mesita entre nosotros, y un par de libros. Nunca se sabe. Luego,
aviso a Marta de que ya está todo en su sitio. Incluso, si es necesario, la
acompaño a la terraza. Ella se acomoda en su butaca, sin decir apenas nada. Se
coloca sus gafas de sol y, entretanto, regreso a la cocina a por la botella y dos
copas. Todo esto sucede sin que en la calle desaparezca el ruido. Los vecinos —parejas
que llevan poco tiempo casadas— que conozco tienen hijos. La mayoría, la
parejita. Es posible que se pregunten por qué nosotros no. En cualquier caso, nos
llama la atención el ruido que hacen los niños… Y al atardecer. Nosotros
preferimos la tranquilidad, por lo que siempre nos ponemos unos tapones en los
oídos… Es decir, no abro la puerta de la calle para ver qué sucede. Es hermoso
el silencio. Cuando pienso esto, miro a Marta y sonrío.
3.Me levanto sobresaltado porque el teléfono no deja de
sonar. Un señor muy educado pregunta por Francisco Cambronero Martínez. Le
confirmo que soy yo. El señor me dice que llama de la Librería de la
Universidad de Alcalá. Quiere asegurarse de que soy yo quien ha pedido un
libro, La lección de anatomía, de
Alberto García Lledó. Sí, lo pedí, respondo. Y, un poco azorado, quiero saber
si hay algún problema. Me responde que no, que sólo quería estar seguro de que
no había sido un error. ¿Por qué tendría que haber sido un error…? Me queda la
impresión de que en esa librería no están acostumbrados a recibir pedidos de
libros. Pero no le doy más importancia.
El libro lo
he pedido porque necesitaba conocer más a Marta Sanz. Bueno, en realidad, en
ese momento todavía no estaba interesado en Marta Sanz; quería conocer mejor el
origen de los textos que Marta había incluido en un curso para Profesores de
E/LE (el curso lo creó Marta, aunque era yo el profesor). Quería saber tanto
como sabía Marta. Me parecía una vergüenza que, como profesor, tuviera menos
conocimientos de literatura, o sobre didáctica de la Literatura o de la Lengua,
que ella. Sin embargo, entonces, mi visión de ella cambió.
4.Escribí un mail a Marta para preguntarle el nombre del
autor de La lección de anatomía.
Había intentado leer el libro de Alberto García Lledó, pero no pude. En la
segunda página me di cuenta de que en esa novela no podía estar la descripción que
la narradora hace de su cuerpo. No había ni un ápice de intimidad ni de calidad
en sus páginas. Las palabras no tenían relieve, no valían nada. Consecuentemente,
él no podía ser el autor del texto que Marta incluía en uno de los módulos del
Curso para profesores de E/LE (Español como Lengua Extranjera). Se entretenía
en sus orejas, sus hombros, sus manos, sus pechos, su piel. Era la descripción
del cuerpo de una mujer en torno a los cuarenta, con mucha vida detrás (esto lo
sabemos porque la descripción aparece al final de la novela, o autobiografía, o
lo que sea. Si apareciera al comienzo, podríamos imaginarnos a cualquier mujer
con deseos de sentirse importante. Pero lo hace al final, cuando el lector ha
hecho el recorrido de la vida de la protagonista. Ya conocemos a ese personaje,
y muy bien. Así, la descripción de su cuerpo es la narración de su vida). Y yo
quería saber el nombre del autor –pensé que, aunque era una mujer la que
narraba, era un hombre quien había escrito el libro, ignoro los motivos por los
que lo pensé–, para no sólo saber tanto como Marta Sanz, sino también para
poder responder adecuadamente a mis estudiantes, todos profesores de Español
como Lengua Extranjera. En fin, el Conocimiento. Marta me respondió que “Soy
yo, por supuesto. De mi libro La lección
de Anatomía”. Le di las gracias pero, en realidad, me sentí avergonzado. Era
evidente que debía saberlo. La vergüenza fue tan grande que acabé enamorado de ella.
5.Me gusta comprar vino manchego. Ya sé que no es el mejor
vino del mundo. Lo compro porque soy manchego. En La Mancha tenemos dos
denominaciones de origen: DO La Mancha, y DO Valdepeñas. Es algo de lo que nos
sentimos orgullosos los manchegos. Me gusta comprarlo en El Palacio de los licores. No es un palacio, es una tienda pequeña
que hace esquina dos calles más arriba de donde está mi casa. Es una suerte
tener esta tienda tan cerca. En las zonas residenciales no suele haber tiendas
especializadas; y, a menudo, los residentes deben coger el coche para ir al
centro de la ciudad a comprar cosas básicas. Por eso, nosotros (los habitantes
de esta zona residencial) nos sentimos unos privilegiados. Yo compré esta casa
porque me aseguraron que era un lugar adecuado para caminar. Suelo ir al Palacio los lunes temprano, en torno a
las 10 de la mañana. A veces debo esperar porque el propietario, un señor sin
una micra de grasa, muy alto y con aire de buena persona, con varios tatuajes
en ambos brazos y que no deja de fumar, no llega hasta las 10.30. A esa hora
soy el único que compra cosas; ello me permite pasear con tranquilidad por los
estantes de vino, viendo los caldos de Chile, de California, de Australia o
Argentina. De la C a la A, extraño viaje. En cualquier caso, tras recorrer
todos los pasillos, llego a la caja con cinco botellas de Señorío de los llanos, o Viña
Albali. Vinos de Valdepeñas. Sin embargo, el lunes siguiente a la vergüenza,
pasé por delante del escaparate y seguí caminando. El propietario enjuto me
miró mientras abría. Al final de la calle, cerca de los límites de la zona
residencial, hay una pequeña librería. Se dice que la abrió alguien de por allí
para que su mujer no se aburriera. La librería apenas tiene libros. Casi todo
es papelería. He entrado dos veces anteriormente. Una, para comprar un pilot
ball 0.5. La segunda, para comprar una tarjeta de felicitaciones, pero no
tenía. A pesar de que entre las dos ocasiones pasaron más de dieciocho meses,
en ambas la vendedora tenía un aspecto triste, con ojeras y eso. Ésta era la
tercera en varios años. Al verme entrar sonrió, y yo respondí con otra sonrisa.
La mujer llevaba una blusa blanca abierta, mostrando su pecho, y una falda oscura
ceñida en la cintura, en las caderas, las nalgas y los muslos. La falda le
cubría las rodillas, lo que hacía su caminar muy interesante, como poco, aunque
seguía con la mirada triste. Su rostro,
sin brillo e incipientemente pellejudo, contrastaba con la manera en que sus
nalgas se esforzaban por romper las costuras de la falda. Me abrí el abrigo y
le pregunté si tenía La lección de
anatomía, de Marta Sanz. Este libro se publicó hacía mucho tiempo, por lo
que es posible que estuviera descatalogado. Sin embargo, ella abrió la base de
datos de su ordenador, se inclinó y sin mucha vergüenza me mostró lo que tenía semiescondido
bajo su blusa. Al cabo de un ratito, el que ella consideró suficiente, me dijo
que no lo tenía, pero que podía pedirlo. Le dije que vale, le di mi teléfono y,
con una sonrisa correspondida, algo más. Al marcharme, ella se pasó un dedo por
la comisura de los labios; luego, se acercó a la puerta para quitar la llave y permitirme
salir.
6.Todavía me acerco al quiosco a recoger el periódico. Salgo
de casa a media mañana y camino, como paseando, por varias calles. El clima acompaña
gran parte del año. Apenas me cruzo con vecinos. Sólo los domingos, o los días
de fiesta, es posible ver paseando con sus hijos, o limpiando el coche, o cortando
el césped, o regando las flores, o haciendo lo que sea, a los padres. Cuando
esto sucede, los niños siempre ríen, los padres les dan lo que
quieren. En esos días, tengo cierto reparo a salir a por el periódico; pero,
aún así, salgo. Cuando eso sucede, camino rápido, pegado a la acera y sin mirar
a ningún lado, procurando no cruzarme con nadie. El quiosco está justo en medio
de la exclusiva zona residencial, equidistante de cualquier lugar. Cerca hay un
centro comercial enorme, que incluye un supermercado al que apenas voy. El
quiosco está fuera, a la intemperie. El quiosquero, cuando me ve llegar, echa
mano de mi periódico y lo coloca sobre el mostrador. Yo sonrío a distancia, levanto
la barbilla a modo de saludo y saco el dinero del bolsillo. Llevo siempre el
precio exacto, cosa que al señor quiosquero le agrada enormemente.
7.Subo los peldaños que dan a su casa y llamo al timbre. Espero
bajo la lluvia, que comienza a amainar, y vuelvo a llamar. Sé que está en casa
porque se ve luz en su interior. Sé que es así porque Laura siempre ha sido
ahorradora y no se marcharía dejando la luz encendida. Conozco a Laura desde
que éramos pequeños. No era mi canguro, ni la nani, ni nada por el estilo, pero
a menudo se encargaba de nosotros, los pequeños. Ella no era muy grande, sólo
unos pocos años más. La verdad es que la recuerdo como si fuera una niña.
La pregunta
es: ¿por qué cuento esto? ¿Es importante para la historia lo que sucede con
Laura? No lo sé. Vamos a ver.
8.Enseño seis horas a la semana en la Universidad. Enseño
Español a los estudiantes Erasmus en el Departamento de Idiomas. Tengo contrato
a jornada completa, treinta y cinco horas a la semana, pero no paso más de
diez; no recuerdo el día que me quedé a comer. Hace poco me dijeron que ahora
el menú era algo peor. Yo sonreí, pero en realidad no sé cómo era antes, por lo
que no sé qué quieren decir cuando dicen que es peor. Algunos profesores pasan
el día entero en los despachos del Departamento para que el director del mismo
los vea. A menudo son los que nunca tienen nada que hacer, por lo que sus ordenadores
siempre están en Facebook o en Tweeter, o alguna otra página similar.
Las clases
son muy simples. Tengo dos grupos de estudiantes. Nivel B1 (75) y B2 (83).
Explico y corregimos ejercicios. La mayoría son de los de rellenar espacios.
Son un coñazo, pero a mis estudiantes los entretiene.
El curso
que dirijo a distancia para profesores de Español está centrado en la
creatividad literaria aplicada a la enseñanza de español. No tiene nada que ver
con lo que llevo a cabo en mis clases presenciales. Los estudiantes de este
curso están dispuestos a discutir y enfrentarse conmigo. No así los de Erasmus.
Éstos se muestran satisfechos con prácticamente cualquier cosa. De vez en
cuando aparece alguien que quiere realmente aprender, y me siento, a pesar de
toda mi experiencia, como si en realidad no tuviera ni idea de qué debo hacer,
como si tantos años haciendo lo mismo no sirvieran para nada. Es una sensación
de comenzar de nuevo. Y no me gusta. Al llegar a casa busco en los libros,
manuales y teorías al uso cómo enfrentar intelectualmente estas situaciones. Y
siempre encuentro las respuestas adecuadas. Así que, me pregunto si sirve de
algo la experiencia, lo vivido.
9.Nunca me he emborrachado, ni he tomado ninguna clase de
drogas, ni siquiera fumo. Me gusta beber vino, con moderación, eso sí. Me gusta
beberlo con Marta Sanz, mientras vemos atardecer desde el patio de mi casa. Y
casi siempre, el vino que tomamos es de Crianza. Nos gusta así porque no es tan
ligero como el vino joven, ni tiene la presencia, pesadez y lentitud de los
Reserva y Gran Reserva, que guardamos para otros momentos. La persona que me
enseñó a disfrutar del vino fue Laura. Yo tenía catorce años y nos habíamos
quedado solos en casa. Ella pasaba mucho tiempo en casa de mis padres. Aquel
día se quedó porque mi madre le dijo que tenía que salir a solucionar no sé qué
de la mercería. Yo, a esa edad, ya sabía que cuando mi madre decía que tenía
que solucionar algo de la mercería quería decir que la esperaba algún amigo al
cerrar la tienda. Cuando oímos cómo se cerraba la puerta, Laura me preguntó si
me gustaba el vino. Respondí que no, pero lo hice por instinto, como un acto
reflejo. Ella sacó, entonces, de su bolso una botella de vino tinto. Mientras
lo descorchaba no dejaba de mirarme con una sonrisa de complicidad, picarona y
lasciva. Repito que nunca he tenido ninguna relación con ella. Ninguna relación
sexual, quiero decir. Su pelo, en ese momento, con los movimientos que hacía
con la cabeza para abrir la botella, le cubría parte de la cara, y sus ojos me
miraban como a través de una fina tela. Yo tomé un par de sorbos. Laura se
bebió casi media botella. Creo, no lo recuerdo bien, que se emborrachó.
10.¿Qué es lo que deseo? La
lección de anatomía, de Marta Sanz, es una novela en la que la narradora
trata de saber quién es. Ha cruzado la barrera de los 40 y, eso parece,
necesita reafirmarse como ser humano y, sobre todo, como mujer (hay que destacar
que no hay personajes masculinos de relieve en la novela). Es una novela en la
que la narradora hace una ajuste de cuentas consigo misma. Es una parada, un
alto en el camino, para tomar impulso y seguir adelante. Parece que sabe muy
bien quién es y lo que desea, aunque nunca nos lo diga explícitamente. Pero es
posible que yo esté equivocado; en realidad, nunca he sabido leer adecuadamente
la buena literatura. Sin embargo, y precisamente por eso, ahora que he
terminado de leer la novela, me pregunto ¿qué es lo que YO deseo? ¿Qué quiero
de LA vida?
11.Vivo solo en una urbanización maravillosa. Me dijeron
algunos parientes que este era el lugar ideal para vivir. La casa me recuerda a
la de mis padres cuando era pequeño. Espaciosa, con mucha luz, toda llena de
luz. Camino por el pasillo y recuerdo cosas de la infancia. Por ejemplo,
recuerdo que mi casa olía a cebollas recién fritas, y que mi padre nunca
estaba, pero no nos había abandonado ni nada parecido. Mi padre no estaba
porque, como bien nos decía nuestra madre, estaba trabajando. Mi padre
trabajaba mucho. Mi madre también, pero en la mercería que estaba cerca de
casa. Mi padre arreglaba lavadoras, tuberías; luego, máquinas de aire acondicionado;
y, en general, cualquier electrodoméstico. Mi madre pasaba mucho tiempo sola,
así que se echó un amante. Uno que yo sepa, claro. Mi padre también tenía
amantes. En realidad no lo sé, pero no puedo imaginarme que no fuera así.
12.Me levanto de la cama a media mañana. Tras desayunar,
salgo de casa y camino por varias calles casi vacías, hasta que giro por una de
ellas y veo el quiosco de periódicos en el centro del lugar. Está cerrado y hay
algunas personas apelotonadas. Me acerco y comienzo a leer la nota necrológica
pegada en la puerta metálica. Me entero de que el quiosquero se llamaba… No me
llama la atención tanto el que haya muerto como el haber sabido su nombre
demasiado tarde, a pesar de llevar varios años comprándole el periódico.
¿Demasiado tarde para qué?
13.Marta acaba de venirse a vivir a mi casa. Le pregunto,
mientras disfrutamos de una copa de vino, qué es lo que desea, qué quiere de la
vida. Ya sé que es una pregunta típica de adolescentes, no de personas adultas,
pero tengo la impresión de que ella todavía lo anda buscando. En ese momento,
mientras se lo pregunto, me doy cuenta de que yo también lo busco. Y, entonces,
deseo llegar a los 80 haciéndome la misma pregunta. Y deseo que la lean
millones de personas, ¿qué espero de la vida?, para que me admiren e idolatren.
14.Estoy en clase. Todavía no ha llegado mi estudiante
porque, según me ha dicho su secretaria, está resolviendo algo por teléfono. Me
siento en una de las comodísimas butacas, abro mi carpeta y preparo los materiales.
Rotulador para pizarra, hoja de ejercicios, cuaderno, lápiz y libro. Estoy en
uno de los despachos de la última planta de la sucursal más importante de uno
de los bancos más importantes de España. Los ejecutivos se refieren a este
edificio como la “madre nodriza”. Por fin, mi estudiante aparece. Me explica su
tardanza –hablaba con sus colegas de la sucursal que tienen en Pekín– y
comenzamos la clase de Español. Llevo, en este momento, más de diez años
enseñando Español a extranjeros. He tenido que vérmelas con gente de todo tipo,
pero nunca he enseñado a ejecutivos. Son seres acostumbrados a controlar, no se
dejan llevar, por lo que cuesta mucho mantener el ritmo de la clase. Explico
algo sobre perífrasis, pero él no es capaz de comprender nada. En lugar de
dárselo en bandeja, le voy poniendo pistas para que sea él mismo quien llegue a
la comprensión de ellas. Nada. Se exaspera, pero yo insisto. Al final, y de
repente, me grita, me insulta, me dice que mi manera de enseñar es una mierda,
que cómo va a aprender nada si yo no le ayudo. Le pido disculpas, lo que no
comprende se lo traduzco al inglés. La expresión de su rostro es de sorpresa
ante lo evidente, tan sencillo, pero no se disculpa por haber puesto en duda mi
profesionalidad. Le mando ejercicios para el próximo día, pero ya no vuelvo,
decido que le va a dar clases su puta madre. Y pierdo más de mil euros al mes.
15.Si tuviera que decir cómo es el tono de la voz de Marta,
no podría. Tampoco sabría decir nada acerca de sus ideas, o de su mirada. En
realidad, no sé quién es Marta. Pero, en esta historia, estamos los dos
sentados detrás de mi casa, viendo anochecer y tomando vino. En un momento en
que una nube cruza la parte superior del sol, haciendo que éste parezca un
paralelepípedo, Marta me mira y dice que le habría gustado que las cosas
hubieran ido de otro modo. Entre sus manos tiene un ejemplar de su La lección de anatomía. Lo abre y me
dice que me va a leer algunos fragmentos. No puedo decir que no, claro. “Reivindicaba
y reivindico el privilegio de mentir: me parece inmoral someter al ser humano a
una prueba en la que la mentira es imposible”. Sigue: “Cada palabra es un modo,
más o menos honesto, de autorretratarse”. Sigue (ésta vale la pena leerla
despacio): “Hay cosas que se hacen porque no queda más remedio: no por ello hay
que convencerse de que son buenas. He parado el reloj y ya no pueden engañarme.
Siempre que puedo, paseo a deshoras por las calles de mi ciudad. Me he hecho un
poco más sabia y soy un poco más feliz”. Sonríe, me mira, mueve las cejas para
llamar mi atención, pero prefiero seguir con los ojos cerrados, mirando al sol,
y fingiendo que rumio sus palabras.
16. ¿Sirve de algo recordar tu pasado para comprender tu
presente? Creo que no; especialmente, si tu pasado ha sido como no esperabas
que fuera. Así que, ¿vale la pena narrar tu vida, una especie de memorias
adelantadas a la vejez? Definitivamente, no.
17.Me marcho sin desayunar. Tengo clase a las 9 y ya han
pasado las 8.30. Voy en coche hasta la estación de metro, situado junto a un
parking de siete pisos. Mientras me acerco a la Facultad, pienso en las clases.
No sé de qué voy a hablar, ni qué Práctica Comunicativa realizaré. Creo que las
clases de idiomas son extrañas. Hay un programa elaborado, pero la enseñanza de
los contenidos del mismo es muy flexible. Todo depende de cómo sean los
estudiantes, de tus conocimientos del idioma, de tu conocimiento de la
pedagogía de idiomas (y de la Pedagogía), y de tu carácter. La enseñanza de
idiomas se parece, en esto, a la enseñanza de Matemáticas. Sin embargo, cuando
entro en clase ya tengo muy claro qué va a suceder durante las próximas dos
horas. Todo sale perfecto, los estudiantes se ríen con mis ocurrencias y, al
final, veo en sus rostros que están satisfechos. Han hablado en Español, se han
reído, no he visto a ninguno
bostezando, han aprendido. Es viernes, así que al acabar voy al Departamento.
Apenas hay gente por los pasillos. Pero encuentro enclaustrado en su mesa a X. X
es profesor de alemán y apenas se habla con nadie. Entro, lo saludo e intento
hablar con él un ratito, hasta que sea la hora oportuna de marcharme. Pero no
hay manera, nunca hay manera, así que hago como que busco algún material en las
estanterías y me voy.
18.“Esto es una imagen congelada. Sin movimiento. Un
resultado. He parado el reloj voluntariamente. Tengo cuarenta años y a partir
de ahora el tiempo volverá a discurrir, pero de otra manera. Mi desnudo es una
imagen frontal con las piernas ligeramente separadas. Estoy lista para una
medición.” Releo el final de La lección
de anatomía. Me desnudo, estoy mal de la cabeza porque creo que haciendo lo
que hace Marta Sanz en su libro me convertiré en escritor. Me desnudo, miro de
frente a un espejo de cuerpo entero, separo ligeramente mis piernas. Y escribo
todo lo que veo. Después, lo leo. No me gusta lo que leo y esa noche duermo
mal. Luego, me levanto muy temprano, voy a la cocina, a la sala de estar, al
baño. Estoy solo.
19.Me siento a escribir y me visto con un jersey que tengo
desde los diecinueve años. Lo compré cuando estaba muy delgado. Fui con mi
madre a una tienda que había cerca de la única sala de cine de la ciudad, en
una rotonda. La tienda estaba en una calle del barrio llamado todavía Barrio de
la División Azul. Nunca me importó que se llamara así porque nunca tuve nada en
contra de algo cuyo significado ignoraba o, simplemente, que no había vivido.
El término División Azul me sonaba exótico. Luego, cuando pasaron los años, y
el alcalde era del PSOE, cambiaron el nombre y me puse triste porque parecía un
intento de borrar mi infancia. Sin embargo, tenía el jersey. Era enorme, el
único que les quedaba. Lo compré porque mi madre estaba empeñada en comprarme
uno. Luego crecí un poco más y seguí usando el jersey, que me seguía quedando
ancho. Me daba un aspecto desgarbado y algo intelectual. Me ayudaba a acercarme
a las chicas. Ahora, viejo y raído, lo uso sólo para escribir… Desde que
escribo, claro. Entonces, Marta insiste: “Cada palabra es un modo, más o menos
honesto, de autorretratarse”. ¿Cada palabra? Yo llevo 4000 y nadie sabe de qué
va esto.
20.Marta se levanta de su asiento de profesora, se acerca a
donde estoy yo, que escribo un relato improvisado a partir de una lista de diez
palabras. Se agacha hasta mi oreja y me dice que ya está harta, que la espere
cuando la clase termine. Se da media vuelta y vuelve a su mesa, la de la
profesora. Yo levanto la cabeza, sorprendido, por supuesto. El culo de Marta no
aparece descrito con precisión en La
lección de anatomía. Es un culo con empaque, ancho, con curvas hechas con
el compás de Dios. Y ella lo sabe. El relato improvisado resulta un desastre.
No sé si por la presencia de Marta o porque no sé escribir. O ambos. En fin, la
espero mirando un folleto de un concierto de jazz en nosédónde. Después de
tomarnos algunas cervezas y de hablar de literatura, después de fingir que sé
algo de literatura, acabamos en su apartamento.
21.Estoy en el Palacio
de los licores. Son algo más de las 11 de la mañana y entra un tipo muy
alto con la cabeza cubierta con la capucha de la sudadera. Estoy en los vinos
de Australia. No conozco ninguna marca, así que me guío por los precios. Cojo
una botella de 18€, y otra de 23. El de la capucha pasa por detrás de mí y al
girar al final del pasillo le veo la cara. Se parece a E. Hace tiempo que no
veo a E y me extraña encontrar en el Palacio
a alguien que se le parezca. Digo “E”, me mira, parece tan sorprendido como
yo, y desaparece por la esquina del pasillo.
Resulta que
todos los veranos íbamos a Fuengirola. Una señora, amiga de mis padres, nos
dejaba su apartamento. Decía que desde que su marido había muerto, no tenía
ganas de playa. Íbamos mis padres, mis dos hermanos y yo. Enfrente del
apartamento vivía otra familia que también iba los veranos. El hijo era E, y su
hermana C. A pesar de ser algo mayor que
yo, siempre estuve enamorado de C. Un día, mientras merendábamos en su casa, oí
a su hermana decir que iba a ducharse porque la sal del mar le había hecho
rozadura en las ingles. Y yo la vi desnuda. Era la primera vez que veía una
chica desnuda. Yo estaba arrodillado, casi tumbado, mirando por la puerta
entreabierta. Rubia, con los pechos en alto, y unas caderas que hicieron que me
mareara. Miré a su ingle, y sólo vi una hermosa mata de pelo que no impedía que
asomara su vagina, una vagina como un trofeo en un pedestal, inalcanzable.
Definitivamente, mareado, mi cabeza golpeó contra el suelo. Nunca salió
conmigo. Y nunca me miró, en realidad, a
la cara.
22.Nos sentamos a la mesa Marta, mi amigo E, Laura, su
marido y yo. Jugamos al parchís durante dos horas. Para llegar a esta situación
hemos debido estar antes en algún otro sitio, si no, ¿de qué nos íbamos a
conocer todos? Durante el juego le pregunto a mi amigo por su hermana. Me
entero de que su vida es maravillosa. Es decir, sigue sin necesitar mirarme a
la cara. Intento recordar alguna cita de La
lección de anatomía, pero no encuentro ninguna suficientemente apropiada.
23.Tengo alrededor de 20 años. Vivo en casa de mis padres y
salgo todos los jueves, viernes y sábados. Apenas estudio, aunque nunca falto a
clase de Literatura. Solemos salir unos cuantos amigos a tomar unas cervezas
hasta las 2 o las 3 de la madrugada. Hoy es jueves; pero todos tienen algo que
hacer, excepto M. Nos vamos M y yo a tomar algunas cervezas a los bares de
siempre. Hoy vamos de tranquis. Nos tomamos 6, tal vez 7 cervezas. Litronas. Y
de repente, M me dice que es homosexual. Yo me río, pero qué dices, hombre, si
hemos hablado muchas veces de chicas, y yo te he visto morreándote con alguna.
Él no se ríe, tampoco está serio, ni solemne, y repite que es homosexual. Me
pide que no se lo cuente a nadie. Le respondo que tranquilo, pero al día
siguiente se lo cuento a todos, incluida su hermana, que no tenía ni idea. M se
marcha de la ciudad, y nunca más sabremos de él. Yo me enrollo con su hermana.
24.“Siempre que puedo paseo a deshoras por las calles de mi
ciudad. Me he hecho un poco más sabia y soy un poco más feliz.” Éste es casi el
final de La lección de anatomía, de
Marta Sanz. Salgo a la calle con estas palabras en mi cabeza. Camino por la
acera, como siempre. Tengo 45 años, pero no me siento más sabio. Es decir, ¿qué
nos hace más sabios? ¿La experiencia? ¿De qué sirve haber sufrido mucho? ¿De
qué sirve haber tenido una infancia satisfactoria o terrible? ¿Sirve de algo
haber traicionado a un amigo o ser una persona honesta? Pienso en estas cosas
mientras cruzo la calle, libre de coches. Es bueno, pienso, vivir en una zona
residencial. Es bueno mantenerte al margen de lo que sucede, en realidad. Camino
procurando que los árboles que hay a lo largo de mi camino me mantengan a salvo
de las miradas de los vecinos que observan desde el otro lado de sus ventanas.
Llego, por fin, a la plaza donde está el quiosco. El quiosquero es nuevo y
todavía no sabe quién soy, ni lo que compro. Al volver, me paso por la
librería, donde la misma mujer, algo más vieja y triste, abre los ojos al
verme. Luego, contraviniendo mi propia costumbre, entro en el Palacio de los licores. Hay bastante
gente, lo que me altera desagradablemente. Hago un esfuerzo, y compro tres
botellas de lo primero que encuentro. Esta tarde, alrededor de las siete,
abriré una, sacaré las butacas, con sus cojines, dos copas, etc. Esperaré a que
Marta se siente a mi lado. Cuando lo haga, le mostraré orgulloso el esquema de
mi historia. También, dejaremos que pase el tiempo, veremos anochecer, y
disfrutaremos del vino. Tal vez mañana, o pasado mañana, o la semana próxima,
todo sea un poco mejor.
FRANCISCO
CAMBRONERO MARTÍNEZ.

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