lunes, 21 de enero de 2013

HORACIO, EL INMORTAL


                                                                     Que la muerte anda revuelta
                                                                      con mi vida
                                                                                             Jorge Manrique.
           
            Les dijeron que no había nada que hacer con el cuerpo encontrado en el parque Gasset, que ya no les importaba. Y no dieron más explicaciones. Ello hizo pensar a Alejandro que, tal vez, lo sensato era llevárselo a casa y dejarse de estupideces. Allí, con tranquilidad, y al calor de las nalgas de Elena, solucionaría la cuestión y pagaría a sus hombres, que para eso habían suspendido las vacaciones, ¿eh? Así que guardó la sierra, los plásticos y los cubos para la sangre. Cogieron el cuerpo, que tenía demasiados restos de césped pegados a su piel, por qué estaba desnudo, quizás lo violaron antes de darle fino, o después, o antes y después, y a casa. La gente hace cosas raras, ¿verdad? Luego, empero, cuando ya habían ingerido la 4ª cerveza, y a pesar de que Alejandro sorprendió a todos los presentes con un ron, aceptó que tampoco era para tanto. No era para tanto si pagaban. El mensajero Leopoldo se quedó sin saber qué decir. Buscó alguna respuesta adecuada mientras con el rabillo del ojo vigilaba a los que estaban a su derecha y columbraba que los de su izquierda lo podrían matar. Le pagarán, dijo; pero, en realidad, él sólo era el mensajero, pobre. La puerta le indicaba el camino para despertarse vivo junto a su querida Silvia, tres meses sin verse son demasiados meses, y las llamadas en las horas de descanso desde el sótano en el que trabajaba y dormía, eso le decía cuando hablaban, eran lo único que lo habían mantenido unido a ella, a la que, sin embargo, despreciaba tanto como odiaba a Alejandro, pero en aquel momento creyó que Silvia era lo mejor que le había pasado en la vida. Una esperanza por la que vivir, un aliento nuevo cada mañana. Así que, como digno admirador de Obama que era, todavía narraba a sus hijos Felipe y Alfonsina, estos eran los mayores y los únicos capaces de aguantar sin apartar la mirada de su papá, porque pensaban en otra cosa, en chicas, por ejemplo, bueno no, Alfonsina aún no lo ha descubierto, las emociones que le produjo el discurso de la victoria pronunciado en el Grand Park de Chicago, la noche del 5 de noviembre de 2008, un mensajero llamado Leopoldo tan emocionado como un Presidente negro de Estados Unidos de nombre Hussein, recordó el acierto del presidente al mirarse los zapatos mientras saludaba al rey Abdulá de Arabia Saudí, y tras decir que recibiría su dinero, caminó sin apartar la vista de Alejandro, con el trasero en pompa y la cabeza casi en las rodillas: con un ojo vigilaba a los de delante, con el otro a los de detrás. Tanteó con el trasero el marco de la puerta y salió por ella al exterior.
            Nada más abandonar el local el mensajero Leopoldo, Alejandro hizo un movimiento, un gesto, con los dedos de la mano derecha, con todos ellos, al gordo Silverio. Evaristo se acercó con la cafetera gigante, robada hacía varios días del hospicio del barrio, para verter algo de café en la taza aún sin usar de Alejandro. Evaristo tenía una banda de barrio que, en sus ratos libres, pillaba cosas de sitios desguarnecidos, como los hospicios y orfanatos y asilos. Y cogían las cafeteras, los platos, los vasos, o los manteles. Y les iba bien, no te creas. Y eran felices, sobre todo cuando los vendían en el mercado callejero.
            —¿Es que no ves que hoy voy a ron, y cerveza? —y puso los ojos de matar inocentes que tanto miedo daban a Evaristo, que además de gordo, aunque no el más gordo, era tonto— ¿Quién es? 
            En realidad, el gordo Evaristo no podía responder a esta pregunta porque ya no recordaba la noche en que, cuando trabajaba para Horacio el Inmortal haciendo de matón, tiene su gracia, ¿verdad?, el gordo Evaristo haciendo de matón, pues sí, hacía de eso, y para Horacio el Inmortal nada menos, le dio un empujón a Leopoldo para que se acercase a Horacio el Inmortal, así que era como si nunca hubiera visto a Leopoldo, el mensajero. La retórica del discurso en sí era lo que embriagaba a Alejandro. Cuando preguntó “¿quién es?”, se hizo el silencio. Silverio avanzó unos pasos más con los ojos como platos. Todo el mundo dejó su bebida y se giró hacia Alejandro, como gira el cuerpo un fiel de Alá cuando le dicen que la Meca no está por ahí, sino por allí.
            —Hay veces en que la intuición se alía con el hombre lógico, con el esforzado, con el escéptico. Hoy, queridos amigos, ejem, nos ha sido burlada la posibilidad de seguir haciendo historia —ahora es cuando le gusta atusarse el cabello con la mano izquierda totalmente abierta, coqueto él—. Ese cuerpo del parque de Gasset ha sido la confirmación de la ruptura, vaticinada en su momento por Horacio, El Inmortal, que Dios conserve a su lado eternamente, de los pactos que un día, no hace mucho aún, llevamos a cabo en estos mismos lugares que hoy pisamos, convertidos ya en nuestro hogar. Más o menos. Sin embargo, cuando hace escasos minutos parecía que éste sería el comienzo de tiempos de sacrificio, la puerta se abrió y el futuro nos trajo al mensajero. Quiero que ese muchacho —exclamó, fingiendo afectación, mientras señalaba la puerta por donde Leopoldo había salido— nos acompañe en nuestro destino. Pero mejor mañana. Hoy ya es tarde, y aún tenemos que limpiar al del Gasset. 
            Nadie comprendió una palabra, pero las existencias del ron que bebía Alejandro quedaron extintas.
            El muchacho Leopoldo llamaba a diario a su mujer, Silvia, para saber cómo estaban los niños. En realidad, deseaba que el teléfono lo cogieran ellos, no tenía ganas de escuchar su voz desparejada, mortecina, y por momentos rencorosa. Eso es, porque ella era muy rencorosa. Pero ahora, ahora era distinto. Mientras se acercaba a su casa, y observaba los grifos blancos que asomaban por las cornisas, pensaba en lo que sucedería. Se la clavaría a Silvia tumbándola de medio lado, con los huevos acariciando el interior del muslo derecho y sosteniendo el izquierdo sobre su hombro. Sí, qué coño, claro que sí. Luego la obligaría a que se la chupara. Bueno, quizás era al revés, primero chupar después follar. Pero, en cualquier caso, ella se tragaría todo. Sí, señor, tras el susto morrocotudo que se había llevado con Alejandro, menuda noche le esperaba al bueno de Leopoldo, el mensajero. También sospechaba, mientras preveía el futuro más inmediato, que había una relación de causa-efecto en todo eso. Era la segunda vez que lo sospechaba, y por segunda vez, mientras aparecía en el escenario la brisa de la madrugada y el murmullo constante del mar le canturreaba en los oídos, no le dio importancia. La luna llena alumbraba su camino, flanqueado por los grifos.

            UNOS AÑOS ANTES: Por la puerta del club asoma una cabeza rapada. Mira inspeccionando o buscando algo, a estas horas de la madrugada, ¿quién sabe, verdad? Respira, silencio. Parece que se siente importante, pero en realidad nadie, excepto Leopoldo, lo ve o a nadie parece importarle. A la altura de su entrepierna asoman los dos cañones de una escopeta, que gira hacia un lado y luego hacia el otro, como los prismáticos del General Patton en la Batalla de las Ardenas, o como si buscara el ciervo de siete puntas. Leopoldo le dice a la puta que tiene que mear. Se levanta. La puta lo intenta sujetar cuando se cae encima de un tipo en cuya entrepierna tiene la cabeza profesionalmente hundida la nueva, que se llama Silvia y llegó esa misma tarde de la casa de Alejandro. Dice lo siento, lo siento, lo siento. Farfulla que después se la chupe a él. Le muestra la foto de su hijo, Felipe, que ya es un hombrecito. Y, con inflada sorpresa, exclama:
            —Eeeeh, ayer te vi. Sí, en serio, lo hiciste muy bien. Pero, colega, ¿tú no eras marica? Joder, qué bien te lo montas —Leopoldo cree que el tipo es un presentador de tv que afirma siempre que puede, que es siempre, que es gay. El concejal de Urbanismo del ayuntamiento de Barcelona lo mira ¡uhmmm!… Cómo diríamos: está a punto de correrse y un payaso le habla sobre no sé qué de televisión y maricas y, ayayay. Una hora antes de que Silvia tuviera el miembro del concejal entre sus labios, éste estaba con otra gente saboreando un plato de aceitunas sin hueso, de Sevilla, y cerveza San Miguel para hablar del 3% de comisión. Al final acordaron el 4, y brindaron con cava de San Sadurní de Noya; en concreto, con una variedad hecha con la uva parellada porque, según el diputado responsable del ágape, Wikipedia decía que aportaba finura, frescor y aroma. Este cava es como nosotros, añadió otro diputado; todos rieron la ingeniosa gracieta, jajaja jaja. Y ahora, para celebrarlo íntimamente, está allí, con la nueva que Alejandro, con quien alguien del partido o de la empresa constructora había hablado, le había enviado como regalo extra. Mira a Leopoldo mientras Silvia se esfuerza—. Oye, nena, luego me toca a mí. La hostia, me pongo cachondo sólo con mirarte. Y tú podrías aprender de esta. Y que era nueva…
            Leopoldo entra al baño tropezando con las esquinas. Piensa en su hijo, Felipe, y en la meada que va a echar. Tal vez también vomita, pero tras un amago, sólo mea. Nunca conseguirá saber si el silencio del local se produce durante la cadena de flatulencias que expelió o si fue al acabar éstas. La ristra de ventosidades de múltiples colores y la meada terminan, y él pone mirada sagaz. ¿Y ahora por qué se callan? Se lava las manos, se echa agua en la cara. Mientras se seca con una toalla de extraño color y textura, y mareante olor a pino silvestre, no aparta sus ojos del espejo que hay encima del lavabo. Eres la hostia, y ellos lo saben. Y Felipe, que ya ha cumplido 10 años y pronto se tirará a la cajera del súper, si no lo haces tú antes, cómo eres, joer, sabe que eres la leche, sobre todo cuando se engancha a tus bíceps y lo subes y bajas como si fuera un muñeco, y no como su madre, que está seca, si hasta las tetas parecen dos pellejos interrogativos, y sin ganas de nada, sólo de fumar, ¿cómo es que Felipe no quiere irse a vivir contigo? Su madre le está lavando el cerebro, eso es seguro, si no, ya se habría ido. Y ahora, me giro y enseño las nalgas al espejo, bien prietas, eso es. Así… Así… Así… ¿Y ese silencio? Voy a ver; bueno, espera coño, un poco más. Eres la hostia, y ellos lo saben. Por eso te han contratado, ya no irás a comisión, no señor. Y se golpea amigablemente la grasa de la barriga.
            Leopoldo, bastante recuperado, sale del baño, pero todo está en silencio, no diremos que es un silencio sepulcral por no parecer perezosos, pero a Leopoldo le recorre un escalofrío por la espalda hasta encresparle los pelillos de la nuca porque le recuerda el velatorio de su madre, una mujer dócil y respetuosa con su marido, en el que todo el mundo le abría un pasillo hasta la luz del centro, donde estaba el féretro. Ahora, con el cielo oscuro satinado de estrellas verdes, rojas, amarillas y azules, hay mucha más gente que hace un rato, y parece que nadie bebe. Tampoco hay música. En el centro, sin que las luces estroboscópicas hayan dejado de sacudir el escenario, un foco realza la figura ya elevada de Horacio, El Inmortal. Horacio el Inmortal bebe una copa de vino. Leopoldo se escucha el corazón, que suena como si Mike Tyson, lleno de odio, golpeara sin cesar con un bate de béisbol la cabeza de Homer Simpson. Pero Leopoldo tiene miedo, no odio. O eso cree él.
            —Tú, acércate, anda —le dice Horacio. Por su tono de voz parece sugerirlo, pero Evaristo se encarga de que a Leopoldo no se le ocurra pensar. Evaristo, a quien todos llaman Forrest, resulta que en una ocasión sobrevivió a una matanza porque salió corriendo como un condenado a muerte, pero eso fue antes de que le cambiara el metabolismo, y se convirtiera en un gordo, aunque no el más gordo, se acerca a Leopoldo y lo empuja hacia la luz. Horacio, El Inmortal, tras un sorbito de vino, que bebe en una de las copas nuevas de cristal de Bohemia, continúa—. ¿Te gusta Serrat? Joan Manuel Serrat, ¿te gusta?
            —¿Qué? ¿Co-cómo?    
            —A mí, me encanta Serrat. ¿Lo has escuchado alguna vez?
            —Creo que sí, señor —y hace un amago de saludo inclinando algo el rostro y moviendo la mano derecha, como intentando hacer una verónica. Aún se atreve con algo más—. Pero hace mucho, creo. No sé, en realidad, señor.  
            —“A fuerza de desventuras, tu alma es profunda y oscura”… ¿Cómo te llamas? ¿Quién eres?
            —Leopoldo, señor. No soy nadie. Creo, creo que trabajo para usted, con contrato desde hoy. Señor. Muchas… muchas… muchas gracias.
            —Entonces, ¿no sabes quién es Serrat? ¿Y dices que no eres nadie? Si trabajas para mí, eres alguien. Y si esta noche dejas de trabajar para mí, seguirás siendo alguien y tendrás un bonito entierro, porque habrás trabajado para mí. Así que no sabes quién es Serrat, ¿y en dónde has estado los últimos 20 años?
            —Pues, en realidad aquí, señ…
            —Ya, ya..., ya… ¿Qué hacías hablando con este?
            —Nada, señor. Es que veo su programa. En Tele5. Y… me… ha gustado… mucho… verlo… por… aquí, claro.
            —¿Es cierto? ¿Trabajas también en Tele5? Jajaja.
            —uuhm, uhm, uuuuuuuuhm—el concejal intenta decir que sí y que no. Pero sólo acierta a emitir extraños gruñidos, que son arrojados por una boca ensangrentada, con los labios hinchados y los ojos estirados por las mejillas, a punto de caérseles al suelo, adonde ya ha llegado la sangre y algún diente avisando de lo que viene por detrás.
            Durante varios minutos nadie dice nada. Hay sólo silencio, interrumpido constantemente por el zumbido de las luces al moverse. Alguien apaga el motor, las luces pierden su armonía y el silencio es total. Varios minutos.
            —¿Y crees que merezco esto? —se refería, cómo no, a haberse quedado fuera del 4%. Horacio, El Inmortal, inclina la vista hacia su copa. Parece que quiere comprender el fondo, que es oscuro. Y aunque todos lo miran a él, él no mira a nadie, ensimismado con sus deseos de profundidad vital. Y mientras parece esperar una respuesta de Leopoldo, que no sabe si responder o no, rememora que fue él quien creó lo del 3%. También recuerda cómo ayudó al Honorable a…, y lo que tuvo que amañar para que el Ave…, y el dinero que tuvo que pagar al Grupo Prisa para que no…; pero da igual, ahora ya da igual. Sólo Leopoldo, que se encuentra en una posición muy inferior con respecto de Horacio, ve que una lágrima, como el mensajero que recorre el país anunciando la guerra que ya llega, cabalga por su mejilla—. Dejadlos.
            —Estoy seguro de que no lo merece —Leopoldo, que no sabe de qué está hablando, aprovecha este momento de debilidad. Y eso es lo que ha balbuceado.
            —Dejadlo.
            Nadie sabe de quién habla, si se refiere a uno o a los dos, y todos temen preguntar. Ello permitirá al concejal estar en su puesto mañana, presentar su renuncia, marcharse a vivir al pueblo de su mujer, en el Alto Ampurdán, y ser el maestro de los niños que años más tarde exigirán la independencia de Cataluña, antes de que todo estalle y restos de carne sin el debido cauterio, billetes de 500€ con algo más que las puntas quemadas y miseria lo salpiquen. Leopoldo camina sin apartar la vista de los tipos que rodean a Horacio, El Inmortal, que ahora está absorto en el cielo estrellado de la discoteca Cowgirls’ Blue.
            Leopoldo sale a la calle, al campo, respira hondo, se toca la entrepierna, que no para de crecer. Escucha una especie de silbido, parece el viento correteando, como niños que juegan en la madrugada, por entre los árboles del fondo. Se sigue tocando la entrepierna, ya enorme. Camina hacia su coche y el silbido ahora es una melodía desafinada que surge de lo más profundo de unas cuerdas vocales a punto de huir de su triste oquedad. Mira a su derecha y ve a Silvia, la nueva, llorando entre dos coches. Silvia, aunque se encuentra en cuclillas y ofrece una imagen distorsionada de sí misma, lo que nos obliga a usar la imaginación, es menuda. Tiene las cejas depiladas y pintadas con mucho esmero y dedicación. Su boca azogada parece, y eso que se ha metido cosas en ella, aún virgen, sin explorar. Sus ojos, por el efecto de la luna, son más negros y brillantes, como brilla una luz al fondo de una cueva que no puedes dejar de mirar. Si uno aparta la vista y toca los pechos de Silvia, tocará dos suaves delfines encabritados, que le conducirán al lugar que, Silvia ya no lo recuerda pero es verdad, una vez fue un secreto para los hombres. Leopoldo comprende lo hermosa que es cuando eyacula por tercera vez en su útero. El propio Leopoldo, sorprendido y sin resuello, se queda junto a una de las ruedas delanteras de su coche. Nunca le había pasado; tras un rato de silencio, rompe a reír. Silvia ya no llora, en el asfalto, que siente no más frío que el suelo de la casa donde ha compartido confidencias con Laura, otra chica como ella pero algo mayor, durante las madrugadas del pasado invierno, se queda quieta, como pensando, pero en realidad no piensa, ya no. Todavía no lo saben, pero se casarán y Felipe se irá a vivir con ellos. Y nunca le dirán nada a Alejandro.


            Pero Alejandro ahí sigue, calentando la oreja entre las nalgas de Elena, que calorcito sí dan, y son confortables. Su madre decía que si no se hacía rica como puta, sería porque no quisiera. Su padre, mientras salía del dormitorio de la niña, dijo que no, que no era para tanto. Elena se quedó, de este modo, sin saber cuál sería su futuro hasta que un día se despertó con la oreja de Alejandro auscultándole el ojete. Eres la mejor, le dijo al abrir los ojos y mirarla fijamente, llegarás lejos. La oquedad del culo de Elena era para Alejandro lo que la caja de los abrazos para un autista.
            —¿De dónde viene este olor? No habrás sido tú, ¿verdad, tío guarro?
            —No huelo a nada. Espera… Bueno, un poco sí, es cierto. Pero no, aunque ahora sería el mejor momento para tirarse un pedo y que no te descubrieran, ¿eh? Jajajajaja. Soy un cachondo, ñam, ñam, ñam.
            —¡Aaay! Me van a salir cardenales, y luego me reñirás. ¡Déjame!
            —Reñiñiñiñirás, ñiñiñi, ñam, ñam.
            Unos golpes en la puerta hicieron que Alejandro saltara como un resorte y acabara de pie, apoyado sobre una de las columnas del dosel; las cortinas de gasa agitadas por la brisa de la mañana, que entraba fresca y ligera y azaharosa por la ventana, abierta de par en par, con la luz del sol inundando la estancia, y el canto de las gaviotas mezclado con el alegre trino de un clarinetista apasionado dejaron a Silverio y a Evaristo boquiabiertos porque acababan de ver a Dios. De repente, no recordaban que el motivo por el que habían irrumpido de esa guisa en el dormitorio del jefe no era otro sino que el cuerpo del Gasset apestaba, que si no hacían algo ya, acabaría llegando la bofia. Pero no pasaba nada. Parecía que Alejandro había tenido tiempo de sobra, y sus más fieles seguidores creían que en realidad, como era Dios, no necesitaba follar, por eso siempre sabía lo que había que hacer, claro. Se lo darían a los moros. Y ahora cobraba sentido la comparación del principio, ya saben, queridos lectores, eso de que giraron como los musulmanes, la Meca no está por ahí sino por allí. Al del parque de Gasset había que deshuesarlo. Los huesos irían a los moros, la carne a la picadora y, luego, al vertedero o a los cerdos. Los huesos se los cambiarían a los moros por hachís. Los moros, unas semanas más tarde, venderían los huesos a los tuaregs a cambio de dos chicas no vírgenes. Los tuareg, luego, venderían los huesos a los pigmeos de las selvas del sur, en Camerún (que elaborarían bonitas flautas), a los talibán de Mali (que elaborarían bonitos engarces de bolsas donde esconderían las bombas que, pasados los controles, harían explotar) y, tras elaborar con los carpos y tarsos bonitas miniesculturas, a un grupo de intrépidos turistas, a su paso por Níger (que colgarían en las paredes o pondrían en las mesas que hay a las entradas de sus casas europeas). ¿Quién dice que el del Gasset no se merece un premio?
            Y, mientras, ¿dónde estaba Leopoldo? Pues a varios kilómetros de distancia. En el sótano del piso franco desde el que la policía vigilaba a toda la banda. Acababa de llamar a la puerta. Le abrió uno de los hermanos Pérez con aspecto hambriento. El otro, sentado al fondo, tenía los auriculares puestos, parecía que escuchaba algo importante de la banda de Alejandro. Parecía pero, en realidad, era música. A los hermanos Pérez les gustaba mucho el merengue, el reggaetón y todo lo que se pareciera a la música latina. La primera vez que escucharon salsa sintieron algo en su cuerpo difícil de explicar para el que no lo hubiera experimentado, como los que lloran porque el paso de la Semana Santa no ha podido salir o sí ha podido salir, el caso es sentir la emoción, e un sentimiento que no se pué explicah, hay que vivirlo, ehto e mu grande, muaaaaaáaaaaa, muaaaaáaaa. Pero en lugar de llorar, comenzaron a bailar, así, por instinto. Y cuanto más bailaban más follaban; porque la salsa la inventó Dios para que los que no tenían facilidad de palabra, como les sucedía a los hispanos, también pudieran follar. Inmenso es el Amor del Señor por los mortales. Resultó que los Pérez se convirtieron no sólo en cristianos muy devotos sino, sobre todo, y aun sin ser latinos, en los amos de la pista de baile de la discoteca de su barrio, en los alrededores de Triana, pero no en Triana, Latino’s Bar. Un día, mientras bailaban con otras dos gemelas, durante el Encuentro Anual de Hermanos Gemelos, en –no podía ser de otro modo– Dos Hermanas, alguien entró y disparó contra uno o dos camareros. Pero, además, mataron a sus gemelas. Una murió por los disparos, y la otra al ver a su hermana llena de sangre. Y estos Pérez, tan pasionales ellos, decidieron que ello [sic] no quedaría impune. Y se hicieron polis.
            —Me debes 20€ —dijo el Pérez de la puerta (P1) al Pérez de la música (P2). Y comenzó a reír. P2 miró sorprendido y con el cejo fruncido. Era la 4ª vez que pasaba lo mismo. Se levantó muy enfadado, se dirigió a la puerta y soltó un:
            —Oye, tú, so mierda. ¿Por qué nunca traes lo que te pedimos? —Leopoldo se llevó la palma de la mano derecha a la frente y, muy teatralmente, como en las películas mudas, expresó un:
            —Lo sieeeento, lo sieeeento muuuuucho. Os aseguro que es la última veeeeez. Vaya, ahora recuerdo por qué tenía que venir. Si queréis, puedo llamar a Telepizza y nos las traen enseguida. ¿Eh? ¿Qué os parece? ¿Llamo? ¿Eh? ¿Eh?
            —¿NOS las traen? ¿Has dicho NOS? —gritó fingiendo enfado P2. P1 continuó:
            —¿Crees que eres uno de nosotros porque nos das información? —P1 no paraba de clavarle el dedo índice en el pecho a Leopoldo, quien se defendió dialécticamente:
            —Vamos, muchachos [Chicago, de donde era Obama, años 30’, c’mon guys]. Os he traído más fotos de mi mujer —recuerda que eres alguien porque has trabajado para mí. Leopoldo les hacía creer que las fotos que les mostraba eran del cuerpo desnudo, haciendo guarradas, de Silvia, pero en realidad pertenecían a Laura, a quien Leopoldo comenzó a follarse el mismo día en que dos hombres de Alejandro eran asesinados mientras llenaban de grasa hipersaturada sus ya grasientos cuerpos en un McDonald’s del Paseo de Gracia y estallaba, como sus putos cuerpos, la guerra, de la que se mantuvieron al margen, y por encima, los que luego rechazarían el cadáver del Parque de Gasset. P1 sonrió con el cigarrillo en la boca. Sonrió tanto que casi se quemó el extremo del bigote:
            —Bueno, vamos a ver. Y pide esa pizza, anda, estúpido —con una mano casi le arrancó las fotos, con la otra casi se arrancó el bigote. Antes de cerrar la puerta se aseguró de que no hubiera mirones en los pasillos.
            Leopoldo se follaba a Laura mientras el resto hacía la guerra. Así que, cuando salió a la calle y creyó que no quedaba nadie de los suyos, se acercó a la policía a ofrecer sus servicios. Lo reclutaron los Pérez y le dijeron que eran tantos los pecados a expiar que tendría una durísima y larguísima penitencia hasta lograr ser perdonado. Después, lo pusieron a bailar una bachata. Silvia, por el contrario, mientras veía cómo su mundo se venía abajo y Leopoldo no aparecía, asustada de quedarse sola, y tener que volver a la calle, ahora que tenía estabilidad y que los críos comenzaban a crecer, especialmente Felipe, un chaval al que le había cogido mucho cariño a pesar de no ser suyo, y que ya no sólo pedía más dinero de semana en semana sino que últimamente le había dado por coger las llaves del coche y llevárselo, y pedir amablemente pero a gritos más dinero para gasolina, con catorce años, el chaval, etc., guardó el anillo de casada en la mesita de noche, junto al discurso que Obama pronunció en la Universidad de El Cairo y que a Leopoldo le gustaba releer por la noche cuando estaba en casa y antes de dormir, y llamó a la puerta de Alejandro. Y durante mucho tiempo Silvia mantuvo el secreto.
            Un día, semanas antes de que comenzaran los Juegos Olímpicos de Londres, juegos que todos esperaban como agua de mayo tras varios años de crisis terrible, parecía que a la gente se le había olvidado follar, Silverio paseaba con su mujer, una señora de las de toda la vida, una señora de verdad, se llamaba Inés y llegó virgen al matrimonio, tan virgen que al día siguiente de su boda tuvieron que llevarla a Urgencias por desgarramiento de vagina, Silverio era muy hombre, claro, y tuvieron tres hijos, los tres varones, tan hombres eran todos que en los círculos cercanos a Alejandro se especulaba acerca del tiempo que tardaría su jefe en endiñarla, la mayoría no le daba más de un año, sobre todo porque era incapaz de hacerle un hijo a la buena de Elena, quien a pesar del abismo moral que la separaba de Inés, era su más fiel amiga. Silverio se apartó un momento hasta el quiosco del lago que hay dentro del parque, para comprar chuches a sus pequeños. Inés, que el día anterior lo había pasado conectada durante más de quince horas a unos electrodos para galvanizar y faradizar la grasa acumulada en…, y que ahora sentía, gracias a la experiencia alquimista de sus médicos, que las moléculas de su cuerpo eran ya las de la gelatina de fresa, esperaba sentada, leyendo la revista Hola, en uno de los bancos que hay al lado de la foresta con los niños también sentados, a su derecha, a la espera de que su papá les trajera los dulces. Silverio y Leopoldo se saludaron educadamente cuando éste abandonaba el quiosco con una bolsa llena de chuches. Mientras se alejaba, Silverio lo siguió con la mirada hasta que la incipiente calva se perdió al bajar la cuesta del camino principal del parque del Montjuic.

            Leopoldo llamó al timbre y, a continuación, entró:
LEOPOLDO: ¡Hola! ¡Ya estoy en casa! ¡He vuelto!... ¡Hola! ¿Es que no hay nadie?
            (Silencio. Al rato, se escucha una puerta que se abre y luego se cierra; alguien corre y en escena aparece Felipe, en calzoncillos, con el pene apuntando alto y con cara de tremendo pasmo. Se escuchan las risas del público).
FELIPE: Pero, ¿tú, qué haces aquí? ¿Por qué vienes ahora?
L: Hijo. ¿No me das un abrazo, hijo?
F: ¿Qué? Joder, joder, joder…
L: Dame un abrazo, anda, os he traído chuches. Sé que os gustan mucho. Toma, ¿no quieres? Venga… Sólo han sido unos meses.
F: Casi un año. Has estado fuera casi un año… Y no me des chuches, ya no me gustan.
L: Bueno, casi un año. Tampoco es para tanto. Veo que has crecido mucho, ya eres todo un hombrecito, ¿eh?... ¿Qué tal con la cajera, por fin tú y ella… eh, sí, ya… eh…? (hace gestos obscenos con su cadera y luego se abrazan. Alejandro ríe. Felipe ríe también).
F: Está en el dormitorio. Jejeje…
            Ahora hay un silencio extraño, los dos piensan que deben decir algo, pero ninguno sabe muy bien qué. Así que Felipe, que comprendió el significado de la palabra adulto durante los meses que tuvo que ponerse al frente de la familia, o eso le gusta contar a sus amigotes, y su padre ya no está entre ellos, sólo por hablar un poco, le dice que Silvia visita mucho a Alejandro.
            El timbre de la puerta sacó del ensimismamiento a Leopoldo. Dejó que sonara un par de veces más. Felipe, definitivamente Felipe, fue quien abrió.
            —Es un señor que pregunta por ti.
            —Hola, Leopoldo.
            —¿Quién eres? Tu cara me suena, pero… — de nuevo, Leopoldo puso cara rara, de sospecha, como hace unos días, ayer por ejemplo, cuando fue a ver a su mujer, o sea vino a ver a su mujer, Silvia. Ahora Silvia no estaba en casa porque lo probable, según Felipe, qué mayor es ya, el cabrón, es que estuviera con ese Alejandro. Mantiene la mirada fija en el tipo que ha llegado, parece intentar recordar, pero…—, pues no, no caigo.
            —Alejandro quiere verte.
            Silverio se hizo a un lado del pasillo y Leopoldo vio que junto a la puerta, pero fuera, había otro tipo. La idea era que, porque así lo había visto en multitud de pelis, sin decir nada la persona comprendiera qué debía hacer. Leopoldo miró a su hijo Felipe, breve el reencuentro, lástima. Dijo un momento, voy al dormitorio. Pensaba en la pistola que guardaba en un cajón, el del medio, por debajo de los discursos de Obama y, ahora también, el anillo de casada de Silvia, y por encima de los calcetines y las viejas libretas de ahorro. Abrió, buscó y requetebuscó, pero la pistola no estaba. Lo habían descubierto y lo matarían, de eso no había duda. Luego abrió el de arriba, y con los nervios no vio nada; luego abrió el de abajo, pero ahí estaba lo de siempre, calcetines y viejas libretas de ahorro. Se peinó frente al espejo de cuerpo entero que había en el interior de la puerta del armario. Se metió la camisa por dentro, se subió los pantalones, se sonó los mocos y se colocó los huevos. Suspiró y salió. Cuando iba a subir al coche, se dio cuenta de que tenía una erección que bien podría hacerlo correr más veloz que el vehículo que lo llevaba al cadalso. Por la ventanilla vio hacerse más pequeño a su hijo Felipe.
            El coche se detuvo en un semáforo, cerca de la Plaza de Colón. Leopoldo abrió la puerta y salió corriendo. Mientras huía, canturreaba una canción de correr, no sabemos bien, algo tipo El último mohicano. Ta-ra-raraaaaaa-Ta-ra-rá.  Silverio estaba realmente gordo, y en ese momento recordó lo que su buena mujer le había aconsejado hacía unos días poniéndose a ella como ejemplo. Él, por supuesto, no le prestó mucha atención. Vale, se arrepentía, pero el arrepentimiento debe tener algún provecho, ¿no?, y en ese lugar a esa hora no había ninguno a la vista. Dios no tendrá piedad de Silverio. Así que le hizo una seña al otro, que cual galgo corredor salió en busca de Leopoldo, quien ya había desaparecido hacía varios minutos al girar por la esquina de la calle que se aleja del mar.
            Los Pérez se pusieron nerviosos al escuchar la conversación de Leopoldo y Silverio. Así que cuando Leopoldo tiró de una patada la puerta, ellos bailaban un merengue rapidísimo, tipo La cosquillita, de Juan Luis Guerra y 4-40. Y Leopoldo entró, claro.
            —Pero, ¿estás loco, chico? —dijo P1. P2, por si Leopoldo no había comprendido, añadió:
            —Pero, ¿chico, estás loco? —y los Pérez comenzaron a recoger y destruir todo lo que les rodeaba. Leopoldo exigió:
            —Una pistola, necesito una pistola. ¡Rápido!
            Pero ninguno de los dos Pérez le prestaba atención, atareados en la recogida y limpieza del lugar. Leopoldo buscó a su alrededor y allí, en la mesa camilla que durante muchas noches les había servido para crear un círculo de confianza, entre bolsas de pipas, parchís y anisetes, estaba la pistola con la que a P1 le gustaba jugar cuando derrotaba a sus dos adversarios al parchís. También había un rosario, una caja vacía de rosquillas de Santa Gadea y la botella de Anís del Mono con el precinto recién quitado. Vaya, todo lo que había servido para mantenerlo a flote se transformaba ahora en lo más cutre del mundo. Si has trabajado para mí, siempre serás alguien. ¡Qué cosas! Leopoldo hizo desaparecer la pistola y salió corriendo. Los Pérez seguían a lo suyo.
            Pero al salir de la casa de los Pérez, se topó con el perro de Silverio, que le dio un puñetazo en el estómago. Cayó al suelo, y vomitó. Una vez recuperado, miró al tipo. No era nadie especial. Probablemente al día siguiente Silverio lo cambiaría por otro, probablemente porque ya estaría muerto, o vete tú a saber por qué. Pero no era nadie, lo aseguramos a pesar de que Leopoldo creyó reconocer en su rostro los rasgos de un amigo de la infancia. Estaba alucinando, por supuesto. Cuando se recuperó, se limpió con la manga de la camisa los restos de vómito que habían quedado alrededor de su boca, sacó la pistola y disparó. Ya era seguro, Silverio tomaría a otro perro al día siguiente.
            Es probable que ustedes, queridos lectores, imaginen que Leopoldo fue a casa de Alejandro y lo mató; o, por lo menos, lo intentó. Pero, en realidad, nadie ha vuelto a ver nunca más a Leopoldo. Nadie sabe qué pasó, ni a dónde fue. Sólo se cuenta que esa noche una mujer de su barrio, antigua puta que había rehecho su vida vendiendo fruta en el mercado de la plaza, fue violada salvajemente varias veces por alguien que, así lo contó a la policía, le resultaba conocido; tanto que al principio pensaba que era una broma, como si estuviera borracho y quisiera juguetear, ya saben; el caso, es que cuando le mostraron fotos de sospechosos, ella no consiguió concretar quién era, aunque se entretuvo con la foto de Leopoldo. Poco después, Silvia también desapareció cuando comenzó la guerra entre Silverio y Alejandro.

            

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