martes, 9 de octubre de 2012

LA LAVADORA



Todo comenzó cuando la lavadora dejó de funcionar. Fue de repente. Como cada sábado alterno, encendí la máquina con el tambor repleto. Pero, en esa ocasión, no pasó nada. Lo volví a intentar, pero nada. La dejé encendida durante un rato, a menudo sucede que las lavadoras necesitan su tiempo hasta que se dan cuenta de que están encendidas. Nada. A menudo sucede que las obviedades dejan de serlo, que lo esperado no vuelve nunca más, que lo necesario se convierte en trivial, que la lavadora deja de funcionar. A menudo sucede que las cosas cambian. Pero yo no quería cambiar. Todavía era muy joven para ello. Mi vida era agradable, dentro de la rutina; equilibrada, con momentos sorprendentes los sábados por la noche; sin grasa, aunque una o dos veces al mes me pasaba por el Burguer; elitista, pero demostraba ser capaz de adaptarme a deportes de masas, como el fútbol; intelectual, pero con necesidades de participar en conversaciones sobre videojuegos, por ejemplo; ingeniosa, pero alguna que otra vez me permitía el lujo de ser cínico o, al contrario, mediocre. En fin, era, así lo creía, un tipo muy majo. Pero es que, entonces, la lavadora funcionaba. Incluso ahora, que ya no hay literalmente nada, y que intento contar todo de la manera más realista, o sea veraz, o sea sincera, o sea verdadera posible, veo, sin embargo, que el comienzo ha sido más bien soso, sin profundidad, frívolo y hasta ridículo, creo. Ya nada sale bien. Es imposible. No dejo de tener en mente a Thomas Bernhard y a Coetzee. Pero, nada. Hasta repito sin parar la conjunción “pero”, como si así la lavadora pudiera arreglarse. La magia de las palabras, decían. Pero, pero, pero, pero. Durante los primeros días no me importó no poder lavar la ropa. Cuando mi madre vivía, nos aleccionaba con la expresión “hay que adaptarse a lo que hay”. Ella la usaba para referirse a las lentejas, que era lo que había. Las conseguía no se sabía de dónde, pero no hubo día, que yo recuerde, que faltara comida en nuestros platos. Mis compañeros del colegio se lamentaban de que en sus casas apenas había qué comer. Yo nunca lo hice, el quejarme, porque habría mentido. A pesar de esa infancia no sé si feliz, pero sí uniformemente satisfactoria, aprendí a adaptarme a las circunstancias de la vida. Lo aprendí sobre el papel, claro, gracias a mi madre, que era quien además de alimentarnos nos enseñaba a separar, igual que separamos las lentejas vanas de las comestibles, lo que está bien de lo que está mal. Por eso, yo me adapto, soy un hombre que se adapta. Y, así, usaba varios días los mismos calzoncillos, la misma camisa, los mismos pantalones, etc. Durante varios días yo era el mismo. No me importaba (antes de que la lavadora dejara de funcionar, ser el mismo consistía en cambiar cada día). Luego, eso pasó. Me sentaba en la butaca y pensaba qué me pondría al día siguiente. Pensaba en la lavadora. Ya no giraba. La lavadora, la mía, era barata, pero eficaz. Tenía dos botones. Uno para el programa de lavado (que era muy simple: ropa de color, ropa blanca, ropa delicada) y otro para la temperatura (fría, 30º, 60º, 90º). Debido a las recomendaciones del gobierno, usaba o frío * o 30º. Según el gobierno, lavar a más temperatura era peligroso para la supervivencia del planeta. En fin, todo aquello ya pasó. Ahora escribo con la posibilidad de perpetuarme en el tiempo. Es como esos momentos en los que alguien escribe algo que luego, pasados unos lustros, otro ser humano encuentra y, entonces, como una película, las imágenes muestran el momento pasado que se lee en la carta que ese ser humano tiene en sus manos. Es como si yo escribiera convencido de que en el futuro alguien me leerá. Ya sabéis a qué me refiero. Ahora uso el “vosotros” con la ilusión de que el presente, este presente, sea sólo un paréntesis (“esto es sólo un paréntesis”) de la Historia, como lo son las guerras. O como eran. Los pesimistas afirmaban lo contrario: la paz es un paréntesis entre dos guerras. Pero si ya no hay guerras ya no hay paz. En fin, no quiero alejarme de ello, de momento, y digo que la lavadora ya no funcionaba. Pensé que era cuestión de tiempo el que volviera a ser como era, la lavadora, claro. Por eso lo de adaptarme y usar el mismo calzoncillo, la misma camisa y el mismo pantalón varios días. Cuando pasó, al principio iba al trabajo, todavía había trabajo, con la misma ropa durante varios días. Un día mi jefe me llamó la atención. Yo le respondí que me había quedado toda la noche despierto escuchando hasta memorizarlas las palabras del presidente Zapatero pronunciadas en la Asamblea General de las Naciones Unidas, y que al final se me había olvidado cambiarme. Otro día le dije que había dormido fuera, en casa de una amiga, le hice un guiño de complicidad. Pero al cabo de un tiempo tuve que confesarle la verdad. Mi jefe era bajito, con el rostro duro. Su piel tenía la textura de la del cerdo tras ser secada al sol, pero su voz nunca lo acompañó. Cuando era joven, sus compañeros lo llamaban “El Hormiguilla”. Llegaba al trabajo siempre con aspecto cansado y enfoscado. Pero nunca gruñía, no decía nada. Sólo, si algo parecía no gustarle, te miraba de hito en hito y tú debías fingir que sabías por qué se ofuscaba contigo. Cuando esto sucedía, todos intentábamos saber qué quería, o de qué se trataba. En realidad, improvisábamos. Mis compañeros se reían de él a escondidas. A mí, por el contrario, me daba miedo. Tenía la voz de los adolescentes, a veces de adulto, a veces de niño. Estaba en un eterno cambio, y nunca pareció que aquello pudiera mejorar; era como estar entretenido en el camino, sin saber o sin querer saber a dónde se va. Cuando te miraba fijamente, todos esperaban que, por fin, explotara, que gritara exabruptos con su voz. Pero nunca sucedió. Cuando comencé a trabajar en la empresa, me trataba con cierta displicencia. Que si el café, que si las fotocopias, o recoger esto o aquello, por aquí y por allí. A pesar de todo, si mi jefe decía que A, todo el mundo debía hacer A. Y si mi jefe decía que Z, todo el mundo se ponía a crear Zs. Cuando le conté que el motivo de que no me cambiara de ropa era que mi lavadora llevaba mucho sin funcionar, cuando le conté que un día la puse pero no pasó nada; y que lo volví a intentar, pero nada de nada, me llevó –sorprendentemente– a su despacho y me pidió detalles. Su despacho tenía las paredes protegidas por láminas de madera. Más que un despacho parecía un refugio de montaña. En la mesa había una pelota de golf, sostenida sobre un tee de plomo. Le gustaba, mientras rodeaba la mesa y se sentaba, coger la pelotita y frotarla en su mano. Y sentado seguía amasando la esfera, sin dejar de hablar. Eso le hacía sentir importante. Bueno, esto es lo que yo creo, claro. Quizás eran los nervios, quién sabe, a lo mejor se sentía peor que nosotros, peor que yo, y necesitaba algo en lo que agarrarse para no hundirse. Pero siempre lo hacía cuando alguien entraba. A mí, excepto por el miedo, me resultaba indiferente. Uno puede sentir un miedo terrible ante la presencia de determinado ser humano y, simultáneamente, no tener ningún interés en él. Me dijo no te preocupes, yo tengo un sobrino electricista, que conoce el mecanismo de los electrodomésticos, él te la arregla, no te preocupes, y extendió el brazo con la pelota de golf entre los dedos. Era como si quisiera darme un abrazo y decirme lo superaremos, claro que sí, no te preocupes. Yo esperé expectante durante mucho tiempo. Pero su sobrino electricista, el técnico en lavadoras, nunca apareció por casa. No sé por qué, pero no vino. Pude haber preguntado a su tío, o pude haberlo llamado. Pero no lo hice. Lo esperé hasta el día en que me asomé por la ventana, bastante después de que todo acabara. Fue esto: un día me levanté, alcé las persianas y vi que había habido algo similar a una guerra. Todos los rascacielos que daban sentido a mi ciudad habían desaparecido. Estaban por el suelo, arremolinados, mezclados con los hierros de las farolas, los coches, etc. El suelo parecía un montón de sábanas sucias, dejadas de cualquier manera sobre la cama. El caso es que mi jefe dijo que enviaría a su sobrino. Un manitas, me dijo con el dedo índice de su mano derecha en alto. Mi jefe era un tipo algo raro. Era raro para mí, claro. Cuando se lo comentaba a los compañeros, en la hora de la comida, ellos mostraban cierto reparo a opinar, aunque no dejaban de reírse a escondidas. Yo los veía, y siempre las escuchaba. Sus risitas. Solían reírse de su voz, pero no querían opinar delante de mí acerca de él. Yo les decía: tenemos un jefe bien raro, ¿verdad, chicos? Y ellos me miraban con algo de reticencia. ¿Qué quieres decir?, me preguntaba alguno. No lo sé. Raro, simplemente raro. Cuando te relacionas con alguien a diario, esperas que a las mismas horas haga las mismas cosas. Eso te da tranquilidad para seguir relacionándote con ese ser humano. El que las personas sean previsibles hace el mundo más agradable. Sucede lo mismo con los objetos que nos rodean, ¿verdad? ¿Es posible vivir en un mundo donde cada día cada ser humano se comporta de un modo distinto? Es más, ¿un mundo en el que cada día la gente hace exactamente lo contrario de lo que había hecho el día anterior? Bueno, si así fuera, también sería previsible. Debería ser un mundo en el que cada día cada ser humano se comportara de manera totalmente imprevisible. Un mundo en el que las personas hicieran algo que nadie, absolutamente nadie, pudiera esperar. Como mi lavadora. Así contado parece una broma, una tontería de alguien que, en medio de su soledad, la soledad, se aburre mucho. Pero eso sucedió. Abrí la ventana de mi habitación y las calles estaban vacías. Ni siquiera había coches en medio de la calzada. Trozos de metal, piedras y plástico. Parecía que todos se hubieran marchado. Nada ni nadie. Me vino a la mente alguna escena fuera de contexto de alguna película en la que ocurre algo similar. El protagonista se levanta de la cama, de un hospital, de su casa, de una casa desconocida, de donde sea, y no hay nadie. Sale a la calle, y no ve a nadie. Grita, se desespera, llora, pero no hay nadie. A veces, hay coches y cualquier cosa imaginable que el ser humano haya creado; otras, simplemente, han desaparecido incluso los coches y de la civilización sólo quedan los edificios. La noche anterior había cenado bastante bien, nada pesado como las comilonas de la gente gorda que bebe y come sin parar y dicen menudo banquete nos hemos dado. No. Simplemente cené bien. Cené solo, como siempre, pero cené bien. La recuerdo perfectamente porque fue la última cena de verdad que he tomado desde entonces. Luego me levanté, ya muy de mañana, creo que eran las 10, tal vez las 10.30. Me asomé por la ventana y no había nada, literalmente. Todo se había esfumado. Y, como en las películas, cerré y abrí de nuevo la ventana. Nada. Cerré, me fui al lavabo, me eché agua fría en la cara, volví al dormitorio, abrí la ventana con los ojos cerrados. Los abrí, miré, pero nada. No había nada en la calle, literalmente. Sólo edificios, algunos semiderruidos, todos semiderruidos, aplastando los coches y, pienso yo, a la gente. Pero tampoco había gente. O restos de gente, brazos, vísceras, cerebros, esparcidos por el suelo. Pensé que había habido una guerra. Pero, ¿qué guerra podía haber en esta época? Y si había habido una guerra, ¿cómo es que no me enteré? Todavía me sigo haciendo la misma pregunta, aunque es probable que ahora venga a mi cabeza más por costumbre que con la esperanza de hallar la respuesta. Nunca habrá respuestas. A pesar de ello, me hace sentir bien repetir esquemas de vida, hábitos. Como hacerme la misma pregunta a diario, por qué. Los hábitos hacen que mi vida tenga algún sentido. Si cada día hiciera cosas diferentes, parecer más moderno, por ejemplo, me lanzaría desde la ventana de mi casa. Los hábitos me hacen sentir bien. El mundo tiene sentido cuando se llena de costumbres. Los ritos también están muy bien. Por ejemplo, todos los días realizo las mismas acciones cuando voy al baño, al levantarme. Es algo así como un protocolo de actuación. Lo primero que hago, desde aquel día, es abrir las ventanas. Luego, las cierro y las vuelvo a abrir; las cierro de nuevo y voy al lavabo, me echo agua fría en la cara, regreso, cierro los ojos, abro las ventanas y abro los ojos. Hace tiempo que dejó de importarme el motivo. Es un rito, un hábito que hace que la vida tenga sentido. Si algún día no lo hiciera, estoy seguro de que me suicidaría. También estoy seguro de que habrá un día en el que ya no me importará el porqué. Al escribir estas palabras, me viene a la mente la primera vez que escuché algo semejante. Y me doy cuenta de que todo, en realidad, es como un trasvase de colores; al final todo, tan diferente, tan vistoso, tan llamativo al comienzo, se convierte en una misma realidad de color indefinido. Un hábito hace que la vida tenga sentido. La primera vez que escuché esta máxima yo era aún muy pequeño. Fue en la tienda de comestibles que había debajo de la casa de mis padres. La regentaba una familia de chinos, y mi padre, mi madre, mis hermanos y yo vivíamos arriba. Yo estaba con mi madre. Ella le preguntó algo al vendedor, que era chino, y éste respondió que un hábito hace que la vida tenga sentido. Podría haber dicho que la rutina hace que la vida tenga sentido. O que el trabajo hace que la vida tenga sentido, o que la familia hace que la vida tenga sentido, o que la soja hace que la vida tenga sentido. Lo que sea. En aquel momento, para mí, habría sido lo mismo, pero dijo que un hábito hace que la vida tenga sentido. Y nunca lo olvidé. Este chino trabajaba todos los días del año. Dijo: un hábito hace que la vida tenga sentido, y lo dijo con una sonrisa mientras acababa de envolver lo que mi madre había comprado. Y asocié los hábitos con tener de todo. Resultaba lo mismo. Si tienes hábitos, no te faltará nunca de nada. Era agradable saber que, pasara lo que pasara, su tienda siempre te ofrecería lo que buscabas. Yo pensaba que en esa tienda encontraría todo lo que necesitaba. Cuando la lavadora dejó de funcionar, tuve la imperiosa necesidad de ir a donde habían vivido mis padres y entrar en la tienda de comestibles del chino. Sin embargo, la imperiosa necesidad se transformó enseguida en un simple deseo, y en unos días fue sólo una leve, sutil y apenas luminosa sensación de que debía hacer algo. Pero no fui. Desde entonces, a menudo viene a mi cerebro la idea de que debería haber ido. Pero no fui, y todavía no he ido. En realidad, sé que no iré porque, en verdad, ya no hago nada. Me siento en mi sillón de orejas, y observo el mundo, que ya no es más que las paredes de mi casa. También pienso. No pienso en nada concreto, porque no hay nada concreto en lo que pensar. Pienso en mi vida, en la mujer que me dejó y ya nunca tendré, y en mi familia. A veces, miro a mi izquierda y veo al fondo de la cocina, con la puerta entreabierta, la lavadora. Y, a veces, cuando esto sucede, recuerdo las palabras de mi jefe acerca de su sobrino. Dijo que vendría a arreglarme la lavadora. Pienso que si hubiera venido, si hubiera llamado al timbre de casa, la lavadora se habría arreglado y el mundo seguiría igual que siempre. Aunque no hay ninguna razón para pensar eso. En cualquier caso, no vino nadie, aunque no estoy del todo seguro. Un día, hace ya bastante tiempo, me pareció oír el timbre de casa. Por supuesto, corrí a abrir, convencido de que era el sobrino de mi jefe. Por fin, me arreglarán la lavadora. Pero, abrí y allí no había nadie. Salí corriendo hacia la esquina, y al girar me pareció ver que alguien giraba en la esquina siguiente. Corrí todo lo que pude y, al llegar, vi de nuevo cómo alguien giraba en la siguiente esquina. Estuve así durante mucho tiempo. Pero nunca conseguí ver a nadie con total claridad. Ahora, sentado, tranquilo y ya inalterable, pienso que tal vez no había nadie. Es posible. Pienso que tal vez nadie llamó a la puerta. Tal vez oí lo que quería oír. Eso es todo. Y cuando pienso esto, en oír lo que quería oír, pienso en las palabras de mi jefe sobre la venida de su sobrino y pienso en cuando me dejó mi novia. No lo puedo evitar, de momento. Fue poco antes de que la lavadora se estropeara. Entonces no lo relacioné, pero ahora pienso que, tal vez, algo tiene que ver la marcha de mi novia con que la lavadora dejara de funcionar. Ella me decía que nunca la escuchaba y que sólo oía lo que quería oír. Que me pasaba toda la vida sin mirar a mi alrededor, sin pensar. Pensar. Quién quiere pensar. Me pregunto qué hubiera pasado si hubiera escuchado a mi novia, es posible que ahora siguiera conmigo, que la lavadora nunca hubiera dejado de funcionar. Es posible. Cuando me mudé a este apartamento, la lavadora ya estaba en él. Me alegré mucho porque en aquellos años la juventud me explotaba por las costuras de mis calzoncillos, y necesitaba tener siempre la ropa limpia para aparecer ante las chicas con un mínimo de posibilidades. Hasta que me eché novia formal. Desde entonces, la feliz era ella, C. Lo alquilé a mediados de enero. Y durante bastante tiempo lavaba cada dos o tres días. El mejor aspecto, para los sábados por la noche. Era una época en la que había mucho trajín en la casa. Y la lavadora siempre funcionó. La ansiedad que padezco es consecuencia de ese trajín, aunque es posible que ya existiera y que el trajín sólo la agudizara, pero nunca me he preocupado de comprobarlo. Todas las semanas pasaban dos o tres chicas por el baño de mi casa antes de acostarnos y antes de desayunar. Todo iba muy rápido. Un amigo me dijo que parecía que vivía en un centrifugado. Luego comencé a trabajar en una empresa de edición de libros de Español para Extranjeros, y ello hizo que comenzara a tranquilizarme, tanto que a menudo olvidaba a las chicas. Estaba tan ocupado durante el día, que por la noche sólo quería dormir. Llevaba el café, cambiaba el tóner de las fotocopiadoras, reponía papel, tiraba a los contenedores de la calle los restos de todas las pruebas que se llevaban a cabo en Impresión, respondía a las preguntas que los creadores de los libros me hacían (oye, ¿este “si no” va junto o separado? Va separado, es una condicional negativa), etc. Y dormía, de un tirón. No tenía tiempo para pensar, ni para las chicas. Cuando me mudé a este apartamento, desde el que escribo estas palabras con la esperanza ya estéril de que alguien algún día las lea, todo iba bien. Tanto el trajín de las chicas como el agotamiento por el trabajo eran cuestiones de rutina. Luego llegó C, y todo fue aún mejor. Eso pensaba yo, por supuesto. Fue C quien se extrañaba de que durmiera de ese modo. ¿De qué modo? Le preguntaba yo. En realidad, no me importaba saberlo, pero siempre adoptaba una pose de escuchar, que no sé cómo son esas poses, pero C creía que la escuchaba, aunque a veces se reía por la pose que adoptaba para escucharla. Eso decía. Sin embargo, poco antes de que la lavadora se estropeara, C me abandonó porque decía que nunca la escuchaba. Con C, a pesar de su opinión, fui muy feliz. No sé cómo explicarlo. Era como si todo tuviera sentido, como antes de conocerla, pero ahora de una manera más sencilla, más pura. Era como si la delicada gasa de la rutina lo cubriera todo, y las acciones repetidas una vez tras otra dieran más sentido al mundo. La sensación de sosiego que te da la caricia de lo que ya sabes que va a venir. Es como si antes de abrir la ventana supieras que al hacerlo un viento frío y revitalizador te palmeará la cara; y, luego, al abrir la ventana el viento frío y revitalizador te palmea la cara. El bajar en ascensor y encontrarte a determinado vecino, o ir a por el pan —la compra diaria del pan, en tu barrio—, y saludar afablemente al panadero; ver que hay mucha gente que, como tú, también es feliz, todo el mundo mostrando su afabilidad por las calles. La afabilidad. No sé, ahora está todo un poco borroso, es cierto, pero recuerdo que era feliz. No feliz como cuando era niño, y mi madre nos preparaba sus lentejas, las únicas de todo el barrio, nos decía ella, sino feliz en otro sentido. No sé. Incluso al intentar escribir sobre ese estado, parezco un adolescente a punto de descubrir que sus emociones no son diferentes de las de los demás. Y digo “afabilidad”, y hablo del panadero y de los vecinos, todos gente feliz. Pero tengo 41 años. Sería feliz ahora si la lavadora funcionara, simplemente. A menos cosas, menos complicado es ser feliz. Cuando tienes novia, cuando tienes amigos, cuando tienes la ciudad, cuando tienes el trabajo, a la familia, las distancias, los impuestos, y muchas otras realidades que se me escapan, lo que menos te preocupa es que la lavadora funcione. Porque siempre funciona. Gira y soluciona problemas. Hasta que deja de girar. Como ahora.  En una ocasión fue como ahora. C lavaba la ropa, la de los dos, cuando la lavadora se detuvo. Yo no estaba en casa, estaba en el trabajo. C me contó que se quedó sorprendida. Preparaba unos exámenes, y se quedó mirando la lavadora, con los ojos de hito en hito. Luego, en cuestión de minutos, la lavadora siguió girando y C pudo volver a sus estudios. En otra ocasión, sucedió que C fue a mi trabajo, a la editorial de Libros de Español en la que trabajaba. Yo me encontraba muy ocupado en la sala de reprografía, por lo que fue atendida por el director. Mi jefe tenía la piel de su rostro como si fuera la de un cerdo, por lo gruesa que parecía. No es que él se pareciera a un cerdo, sino que su piel parecía como si fuera la de un cerdo; como si sobre su piel se hubiera puesto una piel de cerdo. En el trabajo a veces producía miedo, a veces se reían de él. Creo que yo era el único que siempre le tuve miedo. Siempre. Pero nunca me atreví a contarle nada a C. No sé por qué, simplemente no le conté nada de ello a C. Ella se acercó a él con naturalidad y una sonrisa que apuntaba a sus ojos. El director la llevó a su despacho y hablaron. Nunca he sabido de qué, porque C nunca me lo dijo y al director de la imprenta, a mi jefe, obviamente, nunca le pregunté. A mi jefe. Ignoro si su conversación, o lo que fuera, tuvo algo que ver con que, mucho tiempo después, el director se ofreciera a enviarme a su sobrino cuando la lavadora se averió. Pensar en que C mantuvo una relación sentimental con mi jefe es pensar mal. Sé que no había motivo alguno para creer tal cosa. También se había averiado la lavadora, dijo C cuando me explicó por qué había ido al trabajo. Luego se supo que no era ninguna avería, sino que no cerraba bien. El plástico no se avería, se deforma, eso es todo. Cuanto más calor, más humedad y más roce hay, más pronto se deforma lo deformable. Luego C se marchó. El calor no había cesado, era el verano más caluroso de la historia, decían. Ella se marchó ese verano. Dijo que estaba harta de que no la escuchara y, acto seguido, dio un portazo. El golpe hizo que hasta el día de hoy suenen ruidos extraños alrededor de la puerta. Suelo pensar que es debido al calor que hizo ese verano, pero tal vez fue por el portazo. En realidad, todo comenzó cuando la lavadora se averió, un poco más tarde. Mi jefe mandó a su sobrino a arreglármela, pero no vino. Y las lentejas de mi madre. Eso es todo. Y ahora el mundo ya no existe. Y la guerra, y las bromas de mis colegas sobre mi jefe, y la piel de cerdo de mi jefe, y C, que me dejó, y de nuevo las lentejas de mi madre, que eran las mejores no ya del barrio, sino probablemente de toda la ciudad, y el chino y su tienda y el sentido de los hábitos, y mi madre y las lentejas y mi jefe y el cerdo y C, que me abandonó porque no la escuchaba. Y los edificios, que ya sólo hay edificios, si bien derruidos, no personas. No hay nadie. Ya no. Vale. Y aquí estoy, aguantando la respiración sentado en mi sillón de orejas a la espera de que algo suceda, de que algo se mueva en la dirección correcta y la lavadora vuelva a funcionar. 

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