Todo comenzó cuando
la lavadora dejó de funcionar. Fue de repente. Como cada sábado alterno,
encendí la máquina con el tambor repleto. Pero, en esa ocasión, no pasó nada.
Lo volví a intentar, pero nada. La dejé encendida durante un rato, a menudo
sucede que las lavadoras necesitan su tiempo hasta que se dan cuenta de que
están encendidas. Nada. A menudo sucede que las obviedades dejan de serlo, que
lo esperado no vuelve nunca más, que lo necesario se convierte en trivial, que
la lavadora deja de funcionar. A menudo sucede que las cosas cambian. Pero yo
no quería cambiar. Todavía era muy joven para ello. Mi vida era agradable,
dentro de la rutina; equilibrada, con momentos sorprendentes los sábados por la
noche; sin grasa, aunque una o dos veces al mes me pasaba por el Burguer; elitista,
pero demostraba ser capaz de adaptarme a deportes de masas, como el fútbol;
intelectual, pero con necesidades de participar en conversaciones sobre
videojuegos, por ejemplo; ingeniosa, pero alguna que otra vez me permitía el
lujo de ser cínico o, al contrario, mediocre. En fin, era, así lo creía, un
tipo muy majo. Pero es que, entonces, la lavadora funcionaba. Incluso ahora,
que ya no hay literalmente nada, y que intento contar todo de la manera más
realista, o sea veraz, o sea sincera, o sea verdadera posible, veo, sin
embargo, que el comienzo ha sido más bien soso, sin profundidad, frívolo y
hasta ridículo, creo. Ya nada sale bien. Es imposible. No dejo de tener en
mente a Thomas Bernhard y a Coetzee. Pero, nada. Hasta repito sin parar la conjunción
“pero”, como si así la lavadora pudiera arreglarse. La magia de las palabras,
decían. Pero, pero, pero, pero. Durante los primeros días no me importó no
poder lavar la ropa. Cuando mi madre vivía, nos aleccionaba con la expresión
“hay que adaptarse a lo que hay”. Ella la usaba para referirse a las lentejas,
que era lo que había. Las conseguía no se sabía de dónde, pero no hubo día, que
yo recuerde, que faltara comida en nuestros platos. Mis compañeros del colegio
se lamentaban de que en sus casas apenas había qué comer. Yo nunca lo hice, el
quejarme, porque habría mentido. A pesar de esa infancia no sé si feliz, pero
sí uniformemente satisfactoria, aprendí a adaptarme a las circunstancias de la
vida. Lo aprendí sobre el papel, claro, gracias a mi madre, que era quien
además de alimentarnos nos enseñaba a separar, igual que separamos las lentejas
vanas de las comestibles, lo que está bien de lo que está mal. Por eso, yo me
adapto, soy un hombre que se adapta. Y, así, usaba varios días los mismos
calzoncillos, la misma camisa, los mismos pantalones, etc. Durante varios días yo
era el mismo. No me importaba (antes de que la lavadora dejara de funcionar,
ser el mismo consistía en cambiar cada día). Luego, eso pasó. Me sentaba en la
butaca y pensaba qué me pondría al día siguiente. Pensaba en la lavadora. Ya no
giraba. La lavadora, la mía, era barata, pero eficaz. Tenía dos botones. Uno
para el programa de lavado (que era muy simple: ropa de color, ropa blanca,
ropa delicada) y otro para la temperatura (fría, 30º, 60º, 90º). Debido a las
recomendaciones del gobierno, usaba o frío * o 30º. Según el gobierno, lavar a
más temperatura era peligroso para la supervivencia del planeta. En fin, todo
aquello ya pasó. Ahora escribo con la posibilidad de perpetuarme en el tiempo.
Es como esos momentos en los que alguien escribe algo que luego, pasados unos
lustros, otro ser humano encuentra y, entonces, como una película, las imágenes
muestran el momento pasado que se lee en la carta que ese ser humano tiene en
sus manos. Es como si yo escribiera convencido de que en el futuro alguien me
leerá. Ya sabéis a qué me refiero. Ahora uso el “vosotros” con la ilusión de
que el presente, este presente, sea sólo un paréntesis (“esto es sólo un
paréntesis”) de la Historia, como lo son las guerras. O como eran. Los
pesimistas afirmaban lo contrario: la paz es un paréntesis entre dos guerras. Pero
si ya no hay guerras ya no hay paz. En fin, no quiero alejarme de ello, de
momento, y digo que la lavadora ya no funcionaba. Pensé que era cuestión de
tiempo el que volviera a ser como era, la lavadora, claro. Por eso lo de
adaptarme y usar el mismo calzoncillo, la misma camisa y el mismo pantalón
varios días. Cuando pasó, al principio iba al trabajo, todavía había trabajo,
con la misma ropa durante varios días. Un día mi jefe me llamó la atención. Yo
le respondí que me había quedado toda la noche despierto escuchando hasta
memorizarlas las palabras del presidente Zapatero pronunciadas en la Asamblea
General de las Naciones Unidas, y que al final se me había olvidado cambiarme.
Otro día le dije que había dormido fuera, en casa de una amiga, le hice un
guiño de complicidad. Pero al cabo de un tiempo tuve que confesarle la verdad.
Mi jefe era bajito, con el rostro duro. Su piel tenía la textura de la del
cerdo tras ser secada al sol, pero su voz nunca lo acompañó. Cuando era joven,
sus compañeros lo llamaban “El Hormiguilla”. Llegaba al trabajo siempre con
aspecto cansado y enfoscado. Pero nunca gruñía, no decía nada. Sólo, si algo
parecía no gustarle, te miraba de hito en hito y tú debías fingir que sabías
por qué se ofuscaba contigo. Cuando esto sucedía, todos intentábamos saber qué
quería, o de qué se trataba. En realidad, improvisábamos. Mis compañeros se reían
de él a escondidas. A mí, por el contrario, me daba miedo. Tenía la voz de los
adolescentes, a veces de adulto, a veces de niño. Estaba en un eterno cambio, y
nunca pareció que aquello pudiera mejorar; era como estar entretenido en el
camino, sin saber o sin querer saber a dónde se va. Cuando te miraba fijamente,
todos esperaban que, por fin, explotara, que gritara exabruptos con su voz.
Pero nunca sucedió. Cuando comencé a trabajar en la empresa, me trataba con
cierta displicencia. Que si el café, que si las fotocopias, o recoger esto o
aquello, por aquí y por allí. A pesar de todo, si mi jefe decía que A, todo el
mundo debía hacer A. Y si mi jefe decía que Z, todo el mundo se ponía a crear
Zs. Cuando le conté que el motivo de que no me cambiara de ropa era que mi
lavadora llevaba mucho sin funcionar, cuando le conté que un día la puse pero
no pasó nada; y que lo volví a intentar, pero nada de nada, me llevó –sorprendentemente–
a su despacho y me pidió detalles. Su despacho tenía las paredes protegidas por
láminas de madera. Más que un despacho parecía un refugio de montaña. En la
mesa había una pelota de golf, sostenida sobre un tee de plomo. Le gustaba,
mientras rodeaba la mesa y se sentaba, coger la pelotita y frotarla en su mano.
Y sentado seguía amasando la esfera, sin dejar de hablar. Eso le hacía sentir
importante. Bueno, esto es lo que yo creo, claro. Quizás eran los nervios,
quién sabe, a lo mejor se sentía peor que nosotros, peor que yo, y necesitaba
algo en lo que agarrarse para no hundirse. Pero siempre lo hacía cuando alguien
entraba. A mí, excepto por el miedo, me resultaba indiferente. Uno puede sentir
un miedo terrible ante la presencia de determinado ser humano y, simultáneamente,
no tener ningún interés en él. Me dijo no te preocupes, yo tengo un sobrino
electricista, que conoce el mecanismo de los electrodomésticos, él te la
arregla, no te preocupes, y extendió el brazo con la pelota de golf entre los
dedos. Era como si quisiera darme un abrazo y decirme lo superaremos, claro que
sí, no te preocupes. Yo esperé expectante durante mucho tiempo. Pero su sobrino
electricista, el técnico en lavadoras, nunca apareció por casa. No sé por qué,
pero no vino. Pude haber preguntado a su tío, o pude haberlo llamado. Pero no
lo hice. Lo esperé hasta el día en que me asomé por la ventana, bastante
después de que todo acabara. Fue esto: un día me levanté, alcé las persianas y
vi que había habido algo similar a una guerra. Todos los rascacielos que daban
sentido a mi ciudad habían desaparecido. Estaban por el suelo, arremolinados,
mezclados con los hierros de las farolas, los coches, etc. El suelo parecía un
montón de sábanas sucias, dejadas de cualquier manera sobre la cama. El caso es
que mi jefe dijo que enviaría a su sobrino. Un manitas, me dijo con el dedo
índice de su mano derecha en alto. Mi jefe era un tipo algo raro. Era raro para
mí, claro. Cuando se lo comentaba a los compañeros, en la hora de la comida,
ellos mostraban cierto reparo a opinar, aunque no dejaban de reírse a escondidas.
Yo los veía, y siempre las escuchaba. Sus risitas. Solían reírse de su voz,
pero no querían opinar delante de mí acerca de él. Yo les decía: tenemos un
jefe bien raro, ¿verdad, chicos? Y ellos me miraban con algo de reticencia.
¿Qué quieres decir?, me preguntaba alguno. No lo sé. Raro, simplemente raro.
Cuando te relacionas con alguien a diario, esperas que a las mismas horas haga las
mismas cosas. Eso te da tranquilidad para seguir relacionándote con ese ser
humano. El que las personas sean previsibles hace el mundo más agradable. Sucede
lo mismo con los objetos que nos rodean, ¿verdad? ¿Es posible vivir en un mundo
donde cada día cada ser humano se comporta de un modo distinto? Es más, ¿un
mundo en el que cada día la gente hace exactamente lo contrario de lo que había
hecho el día anterior? Bueno, si así fuera, también sería previsible. Debería
ser un mundo en el que cada día cada ser humano se comportara de manera
totalmente imprevisible. Un mundo en el que las personas hicieran algo que
nadie, absolutamente nadie, pudiera esperar. Como mi lavadora. Así contado
parece una broma, una tontería de alguien que, en medio de su soledad, la
soledad, se aburre mucho. Pero eso sucedió. Abrí la ventana de mi habitación y
las calles estaban vacías. Ni siquiera había coches en medio de la calzada. Trozos
de metal, piedras y plástico. Parecía que todos se hubieran marchado. Nada ni
nadie. Me vino a la mente alguna escena fuera de contexto de alguna película en
la que ocurre algo similar. El protagonista se levanta de la cama, de un
hospital, de su casa, de una casa desconocida, de donde sea, y no hay nadie.
Sale a la calle, y no ve a nadie. Grita, se desespera, llora, pero no hay
nadie. A veces, hay coches y cualquier cosa imaginable que el ser humano haya
creado; otras, simplemente, han desaparecido incluso los coches y de la
civilización sólo quedan los edificios. La noche anterior había cenado bastante
bien, nada pesado como las comilonas de la gente gorda que bebe y come sin
parar y dicen menudo banquete nos hemos dado. No. Simplemente cené bien. Cené
solo, como siempre, pero cené bien. La recuerdo perfectamente porque fue la
última cena de verdad que he tomado desde entonces. Luego me levanté, ya muy de
mañana, creo que eran las 10, tal vez las 10.30. Me asomé por la ventana y no
había nada, literalmente. Todo se había esfumado. Y, como en las películas, cerré
y abrí de nuevo la ventana. Nada. Cerré, me fui al lavabo, me eché agua fría en
la cara, volví al dormitorio, abrí la ventana con los ojos cerrados. Los abrí,
miré, pero nada. No había nada en la calle, literalmente. Sólo edificios,
algunos semiderruidos, todos semiderruidos, aplastando los coches y, pienso yo,
a la gente. Pero tampoco había gente. O restos de gente, brazos, vísceras,
cerebros, esparcidos por el suelo. Pensé que había habido una guerra. Pero,
¿qué guerra podía haber en esta época? Y si había habido una guerra, ¿cómo es
que no me enteré? Todavía me sigo haciendo la misma pregunta, aunque es
probable que ahora venga a mi cabeza más por costumbre que con la esperanza de
hallar la respuesta. Nunca habrá respuestas. A pesar de ello, me hace sentir
bien repetir esquemas de vida, hábitos. Como hacerme la misma pregunta a
diario, por qué. Los hábitos hacen que mi vida tenga algún sentido. Si cada día
hiciera cosas diferentes, parecer más moderno, por ejemplo, me lanzaría desde
la ventana de mi casa. Los hábitos me hacen sentir bien. El mundo tiene sentido
cuando se llena de costumbres. Los ritos también están muy bien. Por ejemplo,
todos los días realizo las mismas acciones cuando voy al baño, al levantarme. Es
algo así como un protocolo de actuación. Lo primero que hago, desde aquel día,
es abrir las ventanas. Luego, las cierro y las vuelvo a abrir; las cierro de
nuevo y voy al lavabo, me echo agua fría en la cara, regreso, cierro los ojos,
abro las ventanas y abro los ojos. Hace tiempo que dejó de importarme el
motivo. Es un rito, un hábito que hace que la vida tenga sentido. Si algún día
no lo hiciera, estoy seguro de que me suicidaría. También estoy seguro de que
habrá un día en el que ya no me importará el porqué. Al escribir estas
palabras, me viene a la mente la primera vez que escuché algo semejante. Y me
doy cuenta de que todo, en realidad, es como un trasvase de colores; al final
todo, tan diferente, tan vistoso, tan llamativo al comienzo, se convierte en
una misma realidad de color indefinido. Un hábito hace que la vida tenga
sentido. La primera vez que escuché esta máxima yo era aún muy pequeño. Fue en
la tienda de comestibles que había debajo de la casa de mis padres. La
regentaba una familia de chinos, y mi padre, mi madre, mis hermanos y yo
vivíamos arriba. Yo estaba con mi madre. Ella le preguntó algo al vendedor, que
era chino, y éste respondió que un hábito hace que la vida tenga sentido.
Podría haber dicho que la rutina hace que la vida tenga sentido. O que el
trabajo hace que la vida tenga sentido, o que la familia hace que la vida tenga
sentido, o que la soja hace que la vida tenga sentido. Lo que sea. En aquel
momento, para mí, habría sido lo mismo, pero dijo que un hábito hace que la
vida tenga sentido. Y nunca lo olvidé. Este chino trabajaba todos los días del
año. Dijo: un hábito hace que la vida tenga sentido, y lo dijo con una sonrisa
mientras acababa de envolver lo que mi madre había comprado. Y asocié los
hábitos con tener de todo. Resultaba lo mismo. Si tienes hábitos, no te faltará
nunca de nada. Era agradable saber que, pasara lo que pasara, su tienda siempre
te ofrecería lo que buscabas. Yo pensaba que en esa tienda encontraría todo lo
que necesitaba. Cuando la lavadora dejó de funcionar, tuve la imperiosa
necesidad de ir a donde habían vivido mis padres y entrar en la tienda de
comestibles del chino. Sin embargo, la imperiosa necesidad se transformó
enseguida en un simple deseo, y en unos días fue sólo una leve, sutil y apenas
luminosa sensación de que debía hacer algo. Pero no fui. Desde entonces, a
menudo viene a mi cerebro la idea de que debería haber ido. Pero no fui, y
todavía no he ido. En realidad, sé que no iré porque, en verdad, ya no hago
nada. Me siento en mi sillón de orejas, y observo el mundo, que ya no es más
que las paredes de mi casa. También pienso. No pienso en nada concreto, porque
no hay nada concreto en lo que pensar. Pienso en mi vida, en la mujer que me
dejó y ya nunca tendré, y en mi familia. A veces, miro a mi izquierda y veo al
fondo de la cocina, con la puerta entreabierta, la lavadora. Y, a veces, cuando
esto sucede, recuerdo las palabras de mi jefe acerca de su sobrino. Dijo que
vendría a arreglarme la lavadora. Pienso que si hubiera venido, si hubiera
llamado al timbre de casa, la lavadora se habría arreglado y el mundo seguiría
igual que siempre. Aunque no hay ninguna razón para pensar eso. En cualquier
caso, no vino nadie, aunque no estoy del todo seguro. Un día, hace ya bastante
tiempo, me pareció oír el timbre de casa. Por supuesto, corrí a abrir,
convencido de que era el sobrino de mi jefe. Por fin, me arreglarán la
lavadora. Pero, abrí y allí no había nadie. Salí corriendo hacia la esquina, y
al girar me pareció ver que alguien giraba en la esquina siguiente. Corrí todo
lo que pude y, al llegar, vi de nuevo cómo alguien giraba en la siguiente
esquina. Estuve así durante mucho tiempo. Pero nunca conseguí ver a nadie con
total claridad. Ahora, sentado, tranquilo y ya inalterable, pienso que tal vez
no había nadie. Es posible. Pienso que tal vez nadie llamó a la puerta. Tal vez
oí lo que quería oír. Eso es todo. Y cuando pienso esto, en oír lo que quería
oír, pienso en las palabras de mi jefe sobre la venida de su sobrino y pienso
en cuando me dejó mi novia. No lo puedo evitar, de momento. Fue poco antes de
que la lavadora se estropeara. Entonces no lo relacioné, pero ahora pienso que,
tal vez, algo tiene que ver la marcha de mi novia con que la lavadora dejara de
funcionar. Ella me decía que nunca la escuchaba y que sólo oía lo que quería
oír. Que me pasaba toda la vida sin mirar a mi alrededor, sin pensar. Pensar.
Quién quiere pensar. Me pregunto qué hubiera pasado si hubiera escuchado a mi
novia, es posible que ahora siguiera conmigo, que la lavadora nunca hubiera dejado
de funcionar. Es posible. Cuando me mudé a este apartamento, la lavadora ya
estaba en él. Me alegré mucho porque en aquellos años la juventud me explotaba
por las costuras de mis calzoncillos, y necesitaba tener siempre la ropa limpia
para aparecer ante las chicas con un mínimo de posibilidades. Hasta que me eché
novia formal. Desde entonces, la feliz era ella, C. Lo alquilé a mediados de
enero. Y durante bastante tiempo lavaba cada dos o tres días. El mejor aspecto,
para los sábados por la noche. Era una época en la que había mucho trajín en la
casa. Y la lavadora siempre funcionó. La ansiedad que padezco es consecuencia de
ese trajín, aunque es posible que ya existiera y que el trajín sólo la
agudizara, pero nunca me he preocupado de comprobarlo. Todas las semanas
pasaban dos o tres chicas por el baño de mi casa antes de acostarnos y antes de
desayunar. Todo iba muy rápido. Un amigo me dijo que parecía que vivía en un
centrifugado. Luego comencé a trabajar en una empresa de edición de libros de
Español para Extranjeros, y ello hizo que comenzara a tranquilizarme, tanto que
a menudo olvidaba a las chicas. Estaba tan ocupado durante el día, que por la
noche sólo quería dormir. Llevaba el café, cambiaba el tóner de las
fotocopiadoras, reponía papel, tiraba a los contenedores de la calle los restos
de todas las pruebas que se llevaban a cabo en Impresión, respondía a las
preguntas que los creadores de los libros me hacían (oye, ¿este “si no” va
junto o separado? Va separado, es una condicional negativa), etc. Y dormía, de
un tirón. No tenía tiempo para pensar, ni para las chicas. Cuando me mudé a
este apartamento, desde el que escribo estas palabras con la esperanza ya
estéril de que alguien algún día las lea, todo iba bien. Tanto el trajín de las
chicas como el agotamiento por el trabajo eran cuestiones de rutina. Luego
llegó C, y todo fue aún mejor. Eso pensaba yo, por supuesto. Fue C quien se
extrañaba de que durmiera de ese modo. ¿De qué modo? Le preguntaba yo. En
realidad, no me importaba saberlo, pero siempre adoptaba una pose de escuchar,
que no sé cómo son esas poses, pero C creía que la escuchaba, aunque a veces se
reía por la pose que adoptaba para escucharla. Eso decía. Sin embargo, poco
antes de que la lavadora se estropeara, C me abandonó porque decía que nunca la
escuchaba. Con C, a pesar de su opinión, fui muy feliz. No sé cómo explicarlo.
Era como si todo tuviera sentido, como antes de conocerla, pero ahora de una
manera más sencilla, más pura. Era como si la delicada gasa de la rutina lo
cubriera todo, y las acciones repetidas una vez tras otra dieran más sentido al
mundo. La sensación de sosiego que te da la caricia de lo que ya sabes que va a
venir. Es como si antes de abrir la ventana supieras que al hacerlo un viento
frío y revitalizador te palmeará la cara; y, luego, al abrir la ventana el
viento frío y revitalizador te palmea la cara. El bajar en ascensor y
encontrarte a determinado vecino, o ir a por el pan —la compra diaria del pan,
en tu barrio—, y saludar afablemente al panadero; ver que hay mucha gente que,
como tú, también es feliz, todo el mundo mostrando su afabilidad por las calles.
La afabilidad. No sé, ahora está todo un poco borroso, es cierto, pero recuerdo
que era feliz. No feliz como cuando era niño, y mi madre nos preparaba sus
lentejas, las únicas de todo el barrio, nos decía ella, sino feliz en otro
sentido. No sé. Incluso al intentar escribir sobre ese estado, parezco un
adolescente a punto de descubrir que sus emociones no son diferentes de las de
los demás. Y digo “afabilidad”, y hablo del panadero y de los vecinos, todos
gente feliz. Pero tengo 41 años. Sería feliz ahora si la lavadora funcionara,
simplemente. A menos cosas, menos complicado es ser feliz. Cuando tienes novia,
cuando tienes amigos, cuando tienes la ciudad, cuando tienes el trabajo, a la
familia, las distancias, los impuestos, y muchas otras realidades que se me
escapan, lo que menos te preocupa es que la lavadora funcione. Porque siempre
funciona. Gira y soluciona problemas. Hasta que deja de girar. Como ahora. En una ocasión fue como ahora. C lavaba la
ropa, la de los dos, cuando la lavadora se detuvo. Yo no estaba en casa, estaba
en el trabajo. C me contó que se quedó sorprendida. Preparaba unos exámenes, y
se quedó mirando la lavadora, con los ojos de hito en hito. Luego, en cuestión
de minutos, la lavadora siguió girando y C pudo volver a sus estudios. En otra
ocasión, sucedió que C fue a mi trabajo, a la editorial de Libros de Español en
la que trabajaba. Yo me encontraba muy ocupado en la sala de reprografía, por
lo que fue atendida por el director. Mi jefe tenía la piel de su rostro como si
fuera la de un cerdo, por lo gruesa que parecía. No es que él se pareciera a un
cerdo, sino que su piel parecía como si fuera la de un cerdo; como si sobre su
piel se hubiera puesto una piel de cerdo. En el trabajo a veces producía miedo,
a veces se reían de él. Creo que yo era el único que siempre le tuve miedo.
Siempre. Pero nunca me atreví a contarle nada a C. No sé por qué, simplemente
no le conté nada de ello a C. Ella se acercó a él con naturalidad y una sonrisa
que apuntaba a sus ojos. El director la llevó a su despacho y hablaron. Nunca
he sabido de qué, porque C nunca me lo dijo y al director de la imprenta, a mi
jefe, obviamente, nunca le pregunté. A mi jefe. Ignoro si su conversación, o lo
que fuera, tuvo algo que ver con que, mucho tiempo después, el director se
ofreciera a enviarme a su sobrino cuando la lavadora se averió. Pensar en que C
mantuvo una relación sentimental con mi jefe es pensar mal. Sé que no había
motivo alguno para creer tal cosa. También se había averiado la lavadora, dijo
C cuando me explicó por qué había ido al trabajo. Luego se supo que no era
ninguna avería, sino que no cerraba bien. El plástico no se avería, se deforma,
eso es todo. Cuanto más calor, más humedad y más roce hay, más pronto se
deforma lo deformable. Luego C se marchó. El calor no había cesado, era el
verano más caluroso de la historia, decían. Ella se marchó ese verano. Dijo que
estaba harta de que no la escuchara y, acto seguido, dio un portazo. El golpe
hizo que hasta el día de hoy suenen ruidos extraños alrededor de la puerta.
Suelo pensar que es debido al calor que hizo ese verano, pero tal vez fue por
el portazo. En realidad, todo comenzó cuando la lavadora se averió, un poco más
tarde. Mi jefe mandó a su sobrino a arreglármela, pero no vino. Y las lentejas
de mi madre. Eso es todo. Y ahora el mundo ya no existe. Y la guerra, y las
bromas de mis colegas sobre mi jefe, y la piel de cerdo de mi jefe, y C, que me
dejó, y de nuevo las lentejas de mi madre, que eran las mejores no ya del
barrio, sino probablemente de toda la ciudad, y el chino y su tienda y el
sentido de los hábitos, y mi madre y las lentejas y mi jefe y el cerdo y C, que
me abandonó porque no la escuchaba. Y los edificios, que ya sólo hay edificios,
si bien derruidos, no personas. No hay nadie. Ya no. Vale. Y aquí estoy, aguantando
la respiración sentado en mi sillón de orejas a la espera de que algo suceda,
de que algo se mueva en la dirección correcta y la lavadora vuelva a funcionar.
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