Sí, el frío había solidificado tanto la lluvia caída durante
la noche que por la mañana la luz no llegaba a ningún rincón de la casa. No
había nevado, pero como si lo hubiera. Ya se lo dije, señorita. María se
levantó sobre las siete, como siempre. Preparó el desayuno, el de los niños.
Luego, cuando acabaron, les dio un beso, y les abrió la puerta para que
salieran al colegio. Pero no pudieron, por la lluvia y el frío. Parecía que
había nevado, pero era el hielo. Todo blanco y resbaladizo. Había hecho tanto
frío durante la noche que parecíamos rodeados por la nieve. Mario salió pronto
del baño, y mientras se ponía un jersey, gesticulaba como cabreado. Tomó la
pala e intentó limpiar el camino hasta la acera. Luego, con aspecto más
relajado, como si estuviera convencido de que los niños llegarían a tiempo a la
escuela —a pesar de que las placas de hielo sólo les dejaban asomarse por la
puerta—, tomó su taza de café roja y la llenó casi hasta los bordes de café
negro, el café torrefacto que había molido el día anterior. Siempre lo molía un
poco antes de tomarlo, pero en esta ocasión no pudo, creo. Me lo dijo mientras
veíamos la tele. Me dijo: “acabo de moler el café, porque mañana no tendré
tiempo.” Yo le hice un gesto con la cara y seguí viendo la tele. No digo que
fuera un ritual, pero lo parecía. En la tele había un concurso de preguntas y
respuestas. María en una ocasión me dijo que era exasperante. Luego los dedos
le olían a café negro todo el día y, cuando llegaba la noche, no había forma de
dormir a su lado. No sé. Imagino que esa noche tampoco podría dormir. Yo
acababa de levantarme. Tardé algo más porque alguien había puesto mis muletas
junto al baño. Creo que fueron los niños, aunque no descarto a María. María es
mi nuera, no sé si lo sabe. Bueno, sí, claro que lo sabe. En fin. No le diré
que nunca me ha tratado bien porque parecerá que soy un quejica, pero la verdad
es que la relación con ella nunca ha sido como a un suegro le hubiera gustado.
Me comprende, ¿verdad?
Mientras María recogía la cocina, Mario se bebió todo el
café, todo seguido, en uno o dos tragos. Y dejó la taza con el esmalte blanco
resaltando sobre las gotas negras adheridas a las paredes. No se hablaron, ni
me dijeron nada cuando aparecí arrastrando los pies a desayunar. María en el
fregadero, todavía con cosas por fregar, y Mario en la encimera, de espaldas a
mí, inclinando la cabeza hacia atrás, parecía que tomaba su café. Luego, en mi
rincón de la cocina, sobre la mesa, Mario colocó la taza. Con restos, y el
esmalte blanco resaltando. Me llamó la atención porque, sabe usted señora,
Mario nunca antes había dejado la taza en mi rincón. Acostumbraba a ponerla en
el fregadero, con agua para que los posos no quedaran así, como incrustados en
las paredes esmaltadas e hicieran más difícil la limpieza. Yo me sentaba en mi
rincón, y era como si aún siguiera en la cama, caliente y sin preocupaciones,
me comprende, ¿verdad, señorita? (en este momento, para hacer creíble lo que
digo, miro a la policía que me está interrogando, y la miro intentando que ella
piense que quiero ver su alma). Sin embargo, cuando vi la taza, pensé… Bueno,
en realidad, creo que no dije nada. No le di importancia. No supe relacionarlo
con nada. Simplemente pensé que se le había pasado. No sé. Si hubiera sido más
despierto, pero nunca he sido muy listo, conque menos ahora que soy viejo. Me
incliné para ver el fondo de la taza. Eran montañas enormes interrumpidas por
muros infinitos. Y los posos, formando arroyuelos rodeados de lisa cerámica.
Apunte esto, suena bien, ¿verdad?
Bueno, imagino que lo que usted quiere saber es qué pasó en
realidad. Los detalles. Vale, podría decirle que alguien desde el interior de
la taza me lo dijo. Sería una manera más fácil de librarme de la cárcel, ¿no es
así? En realidad, no tenía motivo para ello, pero lo hice. Ya soy viejo, y
estoy harto. No sé, pero siento que lo estoy. Quizás ha sido eso. En fin, esto
es lo que imagino; pero decido en el último segundo que a la detective no debo
contárselo, o el informe policial no tendrá ningún interés. Así que le digo que
me levanté como pude de mi asiento, me acerqué al cajón de los cuchillos, cogí
el más largo y los maté. Primero a ella, que estaba a mi lado. Después a los
niños, que estaban poniéndose los plumas por tercera vez. El pequeño gritó. Eso
alertó a Mario, que había salido de la cocina, a por algo de ropa, dijo. Pero
lo sorprendí cuando él entraba rápido. Le clavé el cuchillo en el costado
derecho. Luego me invento un porqué.
En realidad los maté, respondo a la policía que me
interroga, por muchos motivos. Déjeme contarle una historia.
Mi hijo Mario salió de la tienda con la taza de café roja
envuelta en un papel que había adquirido la forma de la taza, de tal manera que
cualquiera sabría qué había en su interior, porque el interior y el exterior ya
eran lo mismo. Mario me dijo, entonces, que desde pequeño le habían fascinado
los anuncios de café soluble en los que las personas son felices cuando,
envueltos en gruesos jerseys de lana, toman café en tazas rojas. Ya sabe lo que
le digo. Los anuncios de Nescafé. El caso es que desde siempre, algo que yo ignoraba,
había aspirado a tener una taza similar: roja y lisa en el exterior pero blanca
y resbaladiza por dentro. Y la primera vez que la vio en un escaparate, se la
compró. Sin dudarlo. Él siempre había sido un chico muy honesto. Podías ver sus
pensamientos con sólo mirarle a la cara. Ya sabe lo que le digo, ¿no? Y siempre
fue así. Creo que ése fue el motivo por el que María se casó con él, por su
transparencia. En fin. O quizás, no.
El caso es que, y fíjese bien en lo que ahora le voy a
decir, hasta ese día, él odiaba el café. Nunca había sido capaz de tomar una
sola taza de café. Le daba angustia, y lo vomitaba. Hasta el día en que compró
la taza. Creo que él no quería el café, creo que él quería ser feliz. Fue
gracias a la adquisición de la taza roja cuando comenzó a beberlo con fruición.
Así, en poco tiempo pasó de no tomar nada, a beberse siete u ocho tazas diarias.
Llevaba al trabajo, incluso, pequeñas bolsas de café instantáneo en sus
bolsillos. Era como si temiera no encontrar café allí, o como si el que allí
había no fuera lo suficientemente bueno para él. En fin. Algunas noches lo
sorprendía mirando fijamente la taza, con café o sin él. La taza. Daba igual. Se
quedaba mirando la taza, a todas horas. Y se compró varios jerséis de lana
gorda y cuello vuelto, como los del anuncio. Se levantaba más temprano que nadie,
y salía a la calle, para sentir el frío de la mañana más intensamente y, así, hacer
más real el placer del café caliente. Eso fue lo que me respondió cuando le
pregunté por qué, “porque para disfrutar de un buen café hay que sufrir”. Yo
seguí a lo mío, que no es otra cosa que sudokus y crucigramas. Ah, y
jeroglíficos. En una ocasión me contó, mientras veíamos la tele por la noche,
no recuerdo si fue la última noche, que estaba pensando en abandonar el trabajo
y marcharse al campo, con todos nosotros, para dedicarse al cultivo del café.
Eso me dijo, al cultivo del café. Yo no le hice mucho caso. Pensé que eran de
esas cosas que uno dice por decir, pero que no ha pensado bien.
Recuerdo que un día, mientras íbamos en tren a la boda de
alguien, nos adelantó por el pasillo una negra altísima y muy delgada. Íbamos a
una boda. Se casaba un sobrino; o sea, el hijo de un primo lejano de Mario.
Íbamos todos. Íbamos todos porque Mario se empeñó. En un bolso de mano llevaba
la taza roja. Quiero decir todos, claro… Espere un momento, señorita. Es que
ahora no me acuerdo.
Mientras el viejo descansaba, alguien le trajo un café de máquina.
Para reanimarlo, le dijeron. Estaba sentado en un banco del pasillo, junto a un
policía, que lo custodiaba. Hizo como que quería hablar con él, pero se
contuvo. Dijo: yo no quería. Pero el guardia no lo miró. Se imaginó que
sostenía la taza de su hijo y bebió un sorbo. También imaginó que su hijo le
ofreció a la negra del tren un café. Su nuera se lo quedó mirando, pero él
siguió como si tal cosa. Eso pensó, pero no estaba seguro de que fuera verdad.
La policía que lo interrogó anotó en su informe que no sabía si realmente su
hijo la había invitado o no. El informe incluía una descripción no sólo de cómo
el homicida mató a su hijo, su nuera y sus dos nietos, sino también de cómo se
relacionó con ellos las últimas horas que pasaron juntos. Sobre el viaje en
tren no añadía nada más. Parecía que el acusado se había olvidado del mismo.
En el tren, Mario se levantó y le ofreció una taza de café en
la taza roja a la muchacha negra que había entrado en el compartimento. María
se lo quedó mirando, eso sí lo vi. Creo que era la primera vez que dejaba que
otra persona usara su taza. No se imagina qué cara puso mi nuera. La muchacha
no aceptó y Mario volvió a su asiento, con la taza a rebosar de café hirviendo.
Fue él quien se lo bebió todo. Después durmió. Bueno, creo que dormimos todos. El
viaje en tren es importante porque el incidente con la chica negra fue lo que
precipitó todo lo demás. No éste, sino el otro. Bien, cuando desperté, no había
nadie. Fui al baño y, a mi regreso, allí estaban todos otra vez. Les pregunté
que dónde habían ido, pero ninguno de ellos, ni siquiera mis nietos, me
respondió. Entonces, me callé, y me acomodé en mi asiento, junto a las muletas,
en un rincón del compartimento. Y así, hasta el final del trayecto. Pero vi que
María miraba todo el rato al techo, y que Mario no dejaba de dar vueltas a su
taza, vacía. Yo también miré al techo, era de plástico y brillaba como el
esmalte. Mario dijo: esto tiene que cambiar. Nadie respondió. Se levantó, salió
del compartimento y se marchó en dirección a la cafetería. Parecía que estaba
harto de la realidad tan mediocre en la que vivía, como si su vida no fuera
suya, sino de otro, como si todavía pudiera soñar con una vida mejor. Esto es
lo que le cuento a la policía, así ella, la policía, ve que soy un señor con
ideas profundas, de peso. Quién sabe, quizás consigo que sienta admiración por
mí, no por lo que hice, sino por lo que soy, y cambia los adjetivos de su
informe. Mientras tanto, los niños estaban extrañamente quietos. Quiero decir
que siempre estaban peleándose o jugando juntos. Ahora, sin embargo, no hacían
nada. Pero, no sé lo que digo, realmente. No recuerdo bien todo lo que sucedió.
Bueno, la muchacha negra reapareció por los alrededores del compartimento, pero
mi hijo no estaba. Así que mi nuera aprovechó el momento para decirle que se
marchara y, en fin, todas esas cosas que se dicen las mujeres. Estábamos en un
tren y, de nuevo por primera vez, vi la taza de café roja lejos de mi hijo.
Cuando salí de mi aparente ensimismamiento, la negra tenía sangre en la cara y
mi nuera, de pie, junto a ella, respiraba profundamente, y me dijo qué ha
hecho, abuelo. Pero yo no había hecho nada.
La policía que se ha hecho cargo del anciano decide que es
conveniente que duerma. Da la orden. En el camino, recibe algo de comida, parecen
unas galletas. Tiene frío y le traen una manta con la que se envuelve mientras
los pies arrastran una música cetrina y fluorescente camino del maestril.
Señorita, sí, ya se lo he dicho. Cuando mi hijo se encerró
con la taza de café, comenzó a gritar. Mi nuera me miró sin dejar de echar agua
sobre las otras tazas, en el fregadero. Mis nietos, no sé si se habían ido ya,
o estaban a punto de hacerlo. El caso es que salí de mi rincón. Sí, el mismo en
el que estaba cuando ustedes llegaron. Bueno, la verdad es que no sé para qué
le cuento todo esto. Ustedes me vieron, qué más necesitan. Parece que dudan de
lo que vieron, de la realidad, ¿no es así? ¿O quieren asegurarse de que yo no
dudo? Da igual, creo. Ahora ya sólo me mi ma mu mo…
La idea de escribir La
taza de café roja surgió tras la lectura del relato de Vila-Matas “Porque
ella no lo pidió”. En la segunda parte, el narrador nos desvela qué es en
realidad lo que está escribiendo. Qué es “El viaje de Rita Malú.” Así, toda la
historia del viejo y la taza de café no es, probablemente, más que una excusa
para escribir, para llenar el tiempo y las páginas hasta que suceda algo que me
detenga. O me aburra. O hasta que mis recuerdos sean más importantes que lo que
sucede en la calle. Por ejemplo, ahora mismo intento completar estas líneas,
pero no recuerdo lo que tengo que escribir. En verdad, esto no tiene nada que
ver con el relato de Vila-Matas, aunque surja como consecuencia de su lectura.
Leer como un fin en sí mismo. Pero, desde hace ya algún
tiempo, la idea de escribir sobre mi taza de café roja, la que siempre tengo en
mi mesa, junto a mi mano derecha, me ha obsesionado. En la mesa tengo una taza
de café, dos cuaderno, una botella de agua fresca, un bote de lapiceros, unos
libros, carpetas, un paquete de galletas El Príncipe y dos flexos. Mi mesa es
amplia. El centro lo ocupa el portátil en el que escribo. Cuando acabo esta
frase me levanto y voy a la cocina a servirme otra taza de café. La soledad.
Hace tiempo que no hablo con nadie. Así he pasado varios días. El frío ya ha
llegado y lo único que me apetece es quedarme en casa. La portera llamó ayer
por la mañana, supongo que era porque los inspectores del gas estuvieron hace
poco aquí, y no les abrí. Tendré que pagar 48€. La inspección es obligatoria.
Dejo de escribir y me estudio varias decenas de páginas de un manual de
Filosofía Griega. Mientras estudio, sostengo la taza en la mano. La mantengo a
media altura, con el codo doblado y pegado a las costillas. La mano derecha.
Parezco alguien interesante a punto de decir algo impactante. Pero sólo paso la
página, con la mano izquierda. El dedo índice lo uso, entonces, para subirme
las gafas, que se caían al abismo. Pasa el tiempo. Dejo la taza sobre la mesa,
me repantingo en el sillón de periodista, aunque no lo soy. Y miro la taza
roja. Percibo ya la suavidad de sus formas sólo con mirarla. La palma de mi
mano izquierda pasa suavemente por la mesa, la acaricia. Cierro los ojos y
sonrío. Un día, con la taza todavía medio llena, me doy cuenta de que soy
profesor de matemáticas en un instituto privado. Y de que el verano ya acabó.
Miro la puerta de entrada, el suelo, y veo varias cartas. En realidad, esto no
lo recuerdo muy bien. No sé si había cartas o no. Yo digo que no porque es la
mejor manera de asegurarme la indemnización por despido improcedente. La palma
de mi mano izquierda es más suave que la de mi mano derecha. Lo noto cuando
acaricio la mesa. Es más sensible a la textura de la madera lijada, pulida y
barnizada con esmero. Mi mano derecha ya sólo valora la taza de café roja. Me
levanto de nuevo y voy a la cocina. Friego la taza y la coloco en el
escurridor. No pasa nada. Me quedo de pie, mirando la taza, intentando escuchar
algún ruido, pero no se oye nada. Vivo en un ático interior, los patios de
luces están allí abajo, en el fondo, en lo más oscuro. Aquí arriba sólo hay
luz. Luz y silencio. Me escucho respirar. Salgo de la cocina, me pongo un
jersey de lana, que ya refresca, y salgo de casa. Nunca más he vuelto, desde
entonces.