martes, 9 de octubre de 2012

LA LAVADORA



Todo comenzó cuando la lavadora dejó de funcionar. Fue de repente. Como cada sábado alterno, encendí la máquina con el tambor repleto. Pero, en esa ocasión, no pasó nada. Lo volví a intentar, pero nada. La dejé encendida durante un rato, a menudo sucede que las lavadoras necesitan su tiempo hasta que se dan cuenta de que están encendidas. Nada. A menudo sucede que las obviedades dejan de serlo, que lo esperado no vuelve nunca más, que lo necesario se convierte en trivial, que la lavadora deja de funcionar. A menudo sucede que las cosas cambian. Pero yo no quería cambiar. Todavía era muy joven para ello. Mi vida era agradable, dentro de la rutina; equilibrada, con momentos sorprendentes los sábados por la noche; sin grasa, aunque una o dos veces al mes me pasaba por el Burguer; elitista, pero demostraba ser capaz de adaptarme a deportes de masas, como el fútbol; intelectual, pero con necesidades de participar en conversaciones sobre videojuegos, por ejemplo; ingeniosa, pero alguna que otra vez me permitía el lujo de ser cínico o, al contrario, mediocre. En fin, era, así lo creía, un tipo muy majo. Pero es que, entonces, la lavadora funcionaba. Incluso ahora, que ya no hay literalmente nada, y que intento contar todo de la manera más realista, o sea veraz, o sea sincera, o sea verdadera posible, veo, sin embargo, que el comienzo ha sido más bien soso, sin profundidad, frívolo y hasta ridículo, creo. Ya nada sale bien. Es imposible. No dejo de tener en mente a Thomas Bernhard y a Coetzee. Pero, nada. Hasta repito sin parar la conjunción “pero”, como si así la lavadora pudiera arreglarse. La magia de las palabras, decían. Pero, pero, pero, pero. Durante los primeros días no me importó no poder lavar la ropa. Cuando mi madre vivía, nos aleccionaba con la expresión “hay que adaptarse a lo que hay”. Ella la usaba para referirse a las lentejas, que era lo que había. Las conseguía no se sabía de dónde, pero no hubo día, que yo recuerde, que faltara comida en nuestros platos. Mis compañeros del colegio se lamentaban de que en sus casas apenas había qué comer. Yo nunca lo hice, el quejarme, porque habría mentido. A pesar de esa infancia no sé si feliz, pero sí uniformemente satisfactoria, aprendí a adaptarme a las circunstancias de la vida. Lo aprendí sobre el papel, claro, gracias a mi madre, que era quien además de alimentarnos nos enseñaba a separar, igual que separamos las lentejas vanas de las comestibles, lo que está bien de lo que está mal. Por eso, yo me adapto, soy un hombre que se adapta. Y, así, usaba varios días los mismos calzoncillos, la misma camisa, los mismos pantalones, etc. Durante varios días yo era el mismo. No me importaba (antes de que la lavadora dejara de funcionar, ser el mismo consistía en cambiar cada día). Luego, eso pasó. Me sentaba en la butaca y pensaba qué me pondría al día siguiente. Pensaba en la lavadora. Ya no giraba. La lavadora, la mía, era barata, pero eficaz. Tenía dos botones. Uno para el programa de lavado (que era muy simple: ropa de color, ropa blanca, ropa delicada) y otro para la temperatura (fría, 30º, 60º, 90º). Debido a las recomendaciones del gobierno, usaba o frío * o 30º. Según el gobierno, lavar a más temperatura era peligroso para la supervivencia del planeta. En fin, todo aquello ya pasó. Ahora escribo con la posibilidad de perpetuarme en el tiempo. Es como esos momentos en los que alguien escribe algo que luego, pasados unos lustros, otro ser humano encuentra y, entonces, como una película, las imágenes muestran el momento pasado que se lee en la carta que ese ser humano tiene en sus manos. Es como si yo escribiera convencido de que en el futuro alguien me leerá. Ya sabéis a qué me refiero. Ahora uso el “vosotros” con la ilusión de que el presente, este presente, sea sólo un paréntesis (“esto es sólo un paréntesis”) de la Historia, como lo son las guerras. O como eran. Los pesimistas afirmaban lo contrario: la paz es un paréntesis entre dos guerras. Pero si ya no hay guerras ya no hay paz. En fin, no quiero alejarme de ello, de momento, y digo que la lavadora ya no funcionaba. Pensé que era cuestión de tiempo el que volviera a ser como era, la lavadora, claro. Por eso lo de adaptarme y usar el mismo calzoncillo, la misma camisa y el mismo pantalón varios días. Cuando pasó, al principio iba al trabajo, todavía había trabajo, con la misma ropa durante varios días. Un día mi jefe me llamó la atención. Yo le respondí que me había quedado toda la noche despierto escuchando hasta memorizarlas las palabras del presidente Zapatero pronunciadas en la Asamblea General de las Naciones Unidas, y que al final se me había olvidado cambiarme. Otro día le dije que había dormido fuera, en casa de una amiga, le hice un guiño de complicidad. Pero al cabo de un tiempo tuve que confesarle la verdad. Mi jefe era bajito, con el rostro duro. Su piel tenía la textura de la del cerdo tras ser secada al sol, pero su voz nunca lo acompañó. Cuando era joven, sus compañeros lo llamaban “El Hormiguilla”. Llegaba al trabajo siempre con aspecto cansado y enfoscado. Pero nunca gruñía, no decía nada. Sólo, si algo parecía no gustarle, te miraba de hito en hito y tú debías fingir que sabías por qué se ofuscaba contigo. Cuando esto sucedía, todos intentábamos saber qué quería, o de qué se trataba. En realidad, improvisábamos. Mis compañeros se reían de él a escondidas. A mí, por el contrario, me daba miedo. Tenía la voz de los adolescentes, a veces de adulto, a veces de niño. Estaba en un eterno cambio, y nunca pareció que aquello pudiera mejorar; era como estar entretenido en el camino, sin saber o sin querer saber a dónde se va. Cuando te miraba fijamente, todos esperaban que, por fin, explotara, que gritara exabruptos con su voz. Pero nunca sucedió. Cuando comencé a trabajar en la empresa, me trataba con cierta displicencia. Que si el café, que si las fotocopias, o recoger esto o aquello, por aquí y por allí. A pesar de todo, si mi jefe decía que A, todo el mundo debía hacer A. Y si mi jefe decía que Z, todo el mundo se ponía a crear Zs. Cuando le conté que el motivo de que no me cambiara de ropa era que mi lavadora llevaba mucho sin funcionar, cuando le conté que un día la puse pero no pasó nada; y que lo volví a intentar, pero nada de nada, me llevó –sorprendentemente– a su despacho y me pidió detalles. Su despacho tenía las paredes protegidas por láminas de madera. Más que un despacho parecía un refugio de montaña. En la mesa había una pelota de golf, sostenida sobre un tee de plomo. Le gustaba, mientras rodeaba la mesa y se sentaba, coger la pelotita y frotarla en su mano. Y sentado seguía amasando la esfera, sin dejar de hablar. Eso le hacía sentir importante. Bueno, esto es lo que yo creo, claro. Quizás eran los nervios, quién sabe, a lo mejor se sentía peor que nosotros, peor que yo, y necesitaba algo en lo que agarrarse para no hundirse. Pero siempre lo hacía cuando alguien entraba. A mí, excepto por el miedo, me resultaba indiferente. Uno puede sentir un miedo terrible ante la presencia de determinado ser humano y, simultáneamente, no tener ningún interés en él. Me dijo no te preocupes, yo tengo un sobrino electricista, que conoce el mecanismo de los electrodomésticos, él te la arregla, no te preocupes, y extendió el brazo con la pelota de golf entre los dedos. Era como si quisiera darme un abrazo y decirme lo superaremos, claro que sí, no te preocupes. Yo esperé expectante durante mucho tiempo. Pero su sobrino electricista, el técnico en lavadoras, nunca apareció por casa. No sé por qué, pero no vino. Pude haber preguntado a su tío, o pude haberlo llamado. Pero no lo hice. Lo esperé hasta el día en que me asomé por la ventana, bastante después de que todo acabara. Fue esto: un día me levanté, alcé las persianas y vi que había habido algo similar a una guerra. Todos los rascacielos que daban sentido a mi ciudad habían desaparecido. Estaban por el suelo, arremolinados, mezclados con los hierros de las farolas, los coches, etc. El suelo parecía un montón de sábanas sucias, dejadas de cualquier manera sobre la cama. El caso es que mi jefe dijo que enviaría a su sobrino. Un manitas, me dijo con el dedo índice de su mano derecha en alto. Mi jefe era un tipo algo raro. Era raro para mí, claro. Cuando se lo comentaba a los compañeros, en la hora de la comida, ellos mostraban cierto reparo a opinar, aunque no dejaban de reírse a escondidas. Yo los veía, y siempre las escuchaba. Sus risitas. Solían reírse de su voz, pero no querían opinar delante de mí acerca de él. Yo les decía: tenemos un jefe bien raro, ¿verdad, chicos? Y ellos me miraban con algo de reticencia. ¿Qué quieres decir?, me preguntaba alguno. No lo sé. Raro, simplemente raro. Cuando te relacionas con alguien a diario, esperas que a las mismas horas haga las mismas cosas. Eso te da tranquilidad para seguir relacionándote con ese ser humano. El que las personas sean previsibles hace el mundo más agradable. Sucede lo mismo con los objetos que nos rodean, ¿verdad? ¿Es posible vivir en un mundo donde cada día cada ser humano se comporta de un modo distinto? Es más, ¿un mundo en el que cada día la gente hace exactamente lo contrario de lo que había hecho el día anterior? Bueno, si así fuera, también sería previsible. Debería ser un mundo en el que cada día cada ser humano se comportara de manera totalmente imprevisible. Un mundo en el que las personas hicieran algo que nadie, absolutamente nadie, pudiera esperar. Como mi lavadora. Así contado parece una broma, una tontería de alguien que, en medio de su soledad, la soledad, se aburre mucho. Pero eso sucedió. Abrí la ventana de mi habitación y las calles estaban vacías. Ni siquiera había coches en medio de la calzada. Trozos de metal, piedras y plástico. Parecía que todos se hubieran marchado. Nada ni nadie. Me vino a la mente alguna escena fuera de contexto de alguna película en la que ocurre algo similar. El protagonista se levanta de la cama, de un hospital, de su casa, de una casa desconocida, de donde sea, y no hay nadie. Sale a la calle, y no ve a nadie. Grita, se desespera, llora, pero no hay nadie. A veces, hay coches y cualquier cosa imaginable que el ser humano haya creado; otras, simplemente, han desaparecido incluso los coches y de la civilización sólo quedan los edificios. La noche anterior había cenado bastante bien, nada pesado como las comilonas de la gente gorda que bebe y come sin parar y dicen menudo banquete nos hemos dado. No. Simplemente cené bien. Cené solo, como siempre, pero cené bien. La recuerdo perfectamente porque fue la última cena de verdad que he tomado desde entonces. Luego me levanté, ya muy de mañana, creo que eran las 10, tal vez las 10.30. Me asomé por la ventana y no había nada, literalmente. Todo se había esfumado. Y, como en las películas, cerré y abrí de nuevo la ventana. Nada. Cerré, me fui al lavabo, me eché agua fría en la cara, volví al dormitorio, abrí la ventana con los ojos cerrados. Los abrí, miré, pero nada. No había nada en la calle, literalmente. Sólo edificios, algunos semiderruidos, todos semiderruidos, aplastando los coches y, pienso yo, a la gente. Pero tampoco había gente. O restos de gente, brazos, vísceras, cerebros, esparcidos por el suelo. Pensé que había habido una guerra. Pero, ¿qué guerra podía haber en esta época? Y si había habido una guerra, ¿cómo es que no me enteré? Todavía me sigo haciendo la misma pregunta, aunque es probable que ahora venga a mi cabeza más por costumbre que con la esperanza de hallar la respuesta. Nunca habrá respuestas. A pesar de ello, me hace sentir bien repetir esquemas de vida, hábitos. Como hacerme la misma pregunta a diario, por qué. Los hábitos hacen que mi vida tenga algún sentido. Si cada día hiciera cosas diferentes, parecer más moderno, por ejemplo, me lanzaría desde la ventana de mi casa. Los hábitos me hacen sentir bien. El mundo tiene sentido cuando se llena de costumbres. Los ritos también están muy bien. Por ejemplo, todos los días realizo las mismas acciones cuando voy al baño, al levantarme. Es algo así como un protocolo de actuación. Lo primero que hago, desde aquel día, es abrir las ventanas. Luego, las cierro y las vuelvo a abrir; las cierro de nuevo y voy al lavabo, me echo agua fría en la cara, regreso, cierro los ojos, abro las ventanas y abro los ojos. Hace tiempo que dejó de importarme el motivo. Es un rito, un hábito que hace que la vida tenga sentido. Si algún día no lo hiciera, estoy seguro de que me suicidaría. También estoy seguro de que habrá un día en el que ya no me importará el porqué. Al escribir estas palabras, me viene a la mente la primera vez que escuché algo semejante. Y me doy cuenta de que todo, en realidad, es como un trasvase de colores; al final todo, tan diferente, tan vistoso, tan llamativo al comienzo, se convierte en una misma realidad de color indefinido. Un hábito hace que la vida tenga sentido. La primera vez que escuché esta máxima yo era aún muy pequeño. Fue en la tienda de comestibles que había debajo de la casa de mis padres. La regentaba una familia de chinos, y mi padre, mi madre, mis hermanos y yo vivíamos arriba. Yo estaba con mi madre. Ella le preguntó algo al vendedor, que era chino, y éste respondió que un hábito hace que la vida tenga sentido. Podría haber dicho que la rutina hace que la vida tenga sentido. O que el trabajo hace que la vida tenga sentido, o que la familia hace que la vida tenga sentido, o que la soja hace que la vida tenga sentido. Lo que sea. En aquel momento, para mí, habría sido lo mismo, pero dijo que un hábito hace que la vida tenga sentido. Y nunca lo olvidé. Este chino trabajaba todos los días del año. Dijo: un hábito hace que la vida tenga sentido, y lo dijo con una sonrisa mientras acababa de envolver lo que mi madre había comprado. Y asocié los hábitos con tener de todo. Resultaba lo mismo. Si tienes hábitos, no te faltará nunca de nada. Era agradable saber que, pasara lo que pasara, su tienda siempre te ofrecería lo que buscabas. Yo pensaba que en esa tienda encontraría todo lo que necesitaba. Cuando la lavadora dejó de funcionar, tuve la imperiosa necesidad de ir a donde habían vivido mis padres y entrar en la tienda de comestibles del chino. Sin embargo, la imperiosa necesidad se transformó enseguida en un simple deseo, y en unos días fue sólo una leve, sutil y apenas luminosa sensación de que debía hacer algo. Pero no fui. Desde entonces, a menudo viene a mi cerebro la idea de que debería haber ido. Pero no fui, y todavía no he ido. En realidad, sé que no iré porque, en verdad, ya no hago nada. Me siento en mi sillón de orejas, y observo el mundo, que ya no es más que las paredes de mi casa. También pienso. No pienso en nada concreto, porque no hay nada concreto en lo que pensar. Pienso en mi vida, en la mujer que me dejó y ya nunca tendré, y en mi familia. A veces, miro a mi izquierda y veo al fondo de la cocina, con la puerta entreabierta, la lavadora. Y, a veces, cuando esto sucede, recuerdo las palabras de mi jefe acerca de su sobrino. Dijo que vendría a arreglarme la lavadora. Pienso que si hubiera venido, si hubiera llamado al timbre de casa, la lavadora se habría arreglado y el mundo seguiría igual que siempre. Aunque no hay ninguna razón para pensar eso. En cualquier caso, no vino nadie, aunque no estoy del todo seguro. Un día, hace ya bastante tiempo, me pareció oír el timbre de casa. Por supuesto, corrí a abrir, convencido de que era el sobrino de mi jefe. Por fin, me arreglarán la lavadora. Pero, abrí y allí no había nadie. Salí corriendo hacia la esquina, y al girar me pareció ver que alguien giraba en la esquina siguiente. Corrí todo lo que pude y, al llegar, vi de nuevo cómo alguien giraba en la siguiente esquina. Estuve así durante mucho tiempo. Pero nunca conseguí ver a nadie con total claridad. Ahora, sentado, tranquilo y ya inalterable, pienso que tal vez no había nadie. Es posible. Pienso que tal vez nadie llamó a la puerta. Tal vez oí lo que quería oír. Eso es todo. Y cuando pienso esto, en oír lo que quería oír, pienso en las palabras de mi jefe sobre la venida de su sobrino y pienso en cuando me dejó mi novia. No lo puedo evitar, de momento. Fue poco antes de que la lavadora se estropeara. Entonces no lo relacioné, pero ahora pienso que, tal vez, algo tiene que ver la marcha de mi novia con que la lavadora dejara de funcionar. Ella me decía que nunca la escuchaba y que sólo oía lo que quería oír. Que me pasaba toda la vida sin mirar a mi alrededor, sin pensar. Pensar. Quién quiere pensar. Me pregunto qué hubiera pasado si hubiera escuchado a mi novia, es posible que ahora siguiera conmigo, que la lavadora nunca hubiera dejado de funcionar. Es posible. Cuando me mudé a este apartamento, la lavadora ya estaba en él. Me alegré mucho porque en aquellos años la juventud me explotaba por las costuras de mis calzoncillos, y necesitaba tener siempre la ropa limpia para aparecer ante las chicas con un mínimo de posibilidades. Hasta que me eché novia formal. Desde entonces, la feliz era ella, C. Lo alquilé a mediados de enero. Y durante bastante tiempo lavaba cada dos o tres días. El mejor aspecto, para los sábados por la noche. Era una época en la que había mucho trajín en la casa. Y la lavadora siempre funcionó. La ansiedad que padezco es consecuencia de ese trajín, aunque es posible que ya existiera y que el trajín sólo la agudizara, pero nunca me he preocupado de comprobarlo. Todas las semanas pasaban dos o tres chicas por el baño de mi casa antes de acostarnos y antes de desayunar. Todo iba muy rápido. Un amigo me dijo que parecía que vivía en un centrifugado. Luego comencé a trabajar en una empresa de edición de libros de Español para Extranjeros, y ello hizo que comenzara a tranquilizarme, tanto que a menudo olvidaba a las chicas. Estaba tan ocupado durante el día, que por la noche sólo quería dormir. Llevaba el café, cambiaba el tóner de las fotocopiadoras, reponía papel, tiraba a los contenedores de la calle los restos de todas las pruebas que se llevaban a cabo en Impresión, respondía a las preguntas que los creadores de los libros me hacían (oye, ¿este “si no” va junto o separado? Va separado, es una condicional negativa), etc. Y dormía, de un tirón. No tenía tiempo para pensar, ni para las chicas. Cuando me mudé a este apartamento, desde el que escribo estas palabras con la esperanza ya estéril de que alguien algún día las lea, todo iba bien. Tanto el trajín de las chicas como el agotamiento por el trabajo eran cuestiones de rutina. Luego llegó C, y todo fue aún mejor. Eso pensaba yo, por supuesto. Fue C quien se extrañaba de que durmiera de ese modo. ¿De qué modo? Le preguntaba yo. En realidad, no me importaba saberlo, pero siempre adoptaba una pose de escuchar, que no sé cómo son esas poses, pero C creía que la escuchaba, aunque a veces se reía por la pose que adoptaba para escucharla. Eso decía. Sin embargo, poco antes de que la lavadora se estropeara, C me abandonó porque decía que nunca la escuchaba. Con C, a pesar de su opinión, fui muy feliz. No sé cómo explicarlo. Era como si todo tuviera sentido, como antes de conocerla, pero ahora de una manera más sencilla, más pura. Era como si la delicada gasa de la rutina lo cubriera todo, y las acciones repetidas una vez tras otra dieran más sentido al mundo. La sensación de sosiego que te da la caricia de lo que ya sabes que va a venir. Es como si antes de abrir la ventana supieras que al hacerlo un viento frío y revitalizador te palmeará la cara; y, luego, al abrir la ventana el viento frío y revitalizador te palmea la cara. El bajar en ascensor y encontrarte a determinado vecino, o ir a por el pan —la compra diaria del pan, en tu barrio—, y saludar afablemente al panadero; ver que hay mucha gente que, como tú, también es feliz, todo el mundo mostrando su afabilidad por las calles. La afabilidad. No sé, ahora está todo un poco borroso, es cierto, pero recuerdo que era feliz. No feliz como cuando era niño, y mi madre nos preparaba sus lentejas, las únicas de todo el barrio, nos decía ella, sino feliz en otro sentido. No sé. Incluso al intentar escribir sobre ese estado, parezco un adolescente a punto de descubrir que sus emociones no son diferentes de las de los demás. Y digo “afabilidad”, y hablo del panadero y de los vecinos, todos gente feliz. Pero tengo 41 años. Sería feliz ahora si la lavadora funcionara, simplemente. A menos cosas, menos complicado es ser feliz. Cuando tienes novia, cuando tienes amigos, cuando tienes la ciudad, cuando tienes el trabajo, a la familia, las distancias, los impuestos, y muchas otras realidades que se me escapan, lo que menos te preocupa es que la lavadora funcione. Porque siempre funciona. Gira y soluciona problemas. Hasta que deja de girar. Como ahora.  En una ocasión fue como ahora. C lavaba la ropa, la de los dos, cuando la lavadora se detuvo. Yo no estaba en casa, estaba en el trabajo. C me contó que se quedó sorprendida. Preparaba unos exámenes, y se quedó mirando la lavadora, con los ojos de hito en hito. Luego, en cuestión de minutos, la lavadora siguió girando y C pudo volver a sus estudios. En otra ocasión, sucedió que C fue a mi trabajo, a la editorial de Libros de Español en la que trabajaba. Yo me encontraba muy ocupado en la sala de reprografía, por lo que fue atendida por el director. Mi jefe tenía la piel de su rostro como si fuera la de un cerdo, por lo gruesa que parecía. No es que él se pareciera a un cerdo, sino que su piel parecía como si fuera la de un cerdo; como si sobre su piel se hubiera puesto una piel de cerdo. En el trabajo a veces producía miedo, a veces se reían de él. Creo que yo era el único que siempre le tuve miedo. Siempre. Pero nunca me atreví a contarle nada a C. No sé por qué, simplemente no le conté nada de ello a C. Ella se acercó a él con naturalidad y una sonrisa que apuntaba a sus ojos. El director la llevó a su despacho y hablaron. Nunca he sabido de qué, porque C nunca me lo dijo y al director de la imprenta, a mi jefe, obviamente, nunca le pregunté. A mi jefe. Ignoro si su conversación, o lo que fuera, tuvo algo que ver con que, mucho tiempo después, el director se ofreciera a enviarme a su sobrino cuando la lavadora se averió. Pensar en que C mantuvo una relación sentimental con mi jefe es pensar mal. Sé que no había motivo alguno para creer tal cosa. También se había averiado la lavadora, dijo C cuando me explicó por qué había ido al trabajo. Luego se supo que no era ninguna avería, sino que no cerraba bien. El plástico no se avería, se deforma, eso es todo. Cuanto más calor, más humedad y más roce hay, más pronto se deforma lo deformable. Luego C se marchó. El calor no había cesado, era el verano más caluroso de la historia, decían. Ella se marchó ese verano. Dijo que estaba harta de que no la escuchara y, acto seguido, dio un portazo. El golpe hizo que hasta el día de hoy suenen ruidos extraños alrededor de la puerta. Suelo pensar que es debido al calor que hizo ese verano, pero tal vez fue por el portazo. En realidad, todo comenzó cuando la lavadora se averió, un poco más tarde. Mi jefe mandó a su sobrino a arreglármela, pero no vino. Y las lentejas de mi madre. Eso es todo. Y ahora el mundo ya no existe. Y la guerra, y las bromas de mis colegas sobre mi jefe, y la piel de cerdo de mi jefe, y C, que me dejó, y de nuevo las lentejas de mi madre, que eran las mejores no ya del barrio, sino probablemente de toda la ciudad, y el chino y su tienda y el sentido de los hábitos, y mi madre y las lentejas y mi jefe y el cerdo y C, que me abandonó porque no la escuchaba. Y los edificios, que ya sólo hay edificios, si bien derruidos, no personas. No hay nadie. Ya no. Vale. Y aquí estoy, aguantando la respiración sentado en mi sillón de orejas a la espera de que algo suceda, de que algo se mueva en la dirección correcta y la lavadora vuelva a funcionar. 

lunes, 1 de octubre de 2012

LA TAZA DE CAFÉ ROJA


Sí, el frío había solidificado tanto la lluvia caída durante la noche que por la mañana la luz no llegaba a ningún rincón de la casa. No había nevado, pero como si lo hubiera. Ya se lo dije, señorita. María se levantó sobre las siete, como siempre. Preparó el desayuno, el de los niños. Luego, cuando acabaron, les dio un beso, y les abrió la puerta para que salieran al colegio. Pero no pudieron, por la lluvia y el frío. Parecía que había nevado, pero era el hielo. Todo blanco y resbaladizo. Había hecho tanto frío durante la noche que parecíamos rodeados por la nieve. Mario salió pronto del baño, y mientras se ponía un jersey, gesticulaba como cabreado. Tomó la pala e intentó limpiar el camino hasta la acera. Luego, con aspecto más relajado, como si estuviera convencido de que los niños llegarían a tiempo a la escuela —a pesar de que las placas de hielo sólo les dejaban asomarse por la puerta—, tomó su taza de café roja y la llenó casi hasta los bordes de café negro, el café torrefacto que había molido el día anterior. Siempre lo molía un poco antes de tomarlo, pero en esta ocasión no pudo, creo. Me lo dijo mientras veíamos la tele. Me dijo: “acabo de moler el café, porque mañana no tendré tiempo.” Yo le hice un gesto con la cara y seguí viendo la tele. No digo que fuera un ritual, pero lo parecía. En la tele había un concurso de preguntas y respuestas. María en una ocasión me dijo que era exasperante. Luego los dedos le olían a café negro todo el día y, cuando llegaba la noche, no había forma de dormir a su lado. No sé. Imagino que esa noche tampoco podría dormir. Yo acababa de levantarme. Tardé algo más porque alguien había puesto mis muletas junto al baño. Creo que fueron los niños, aunque no descarto a María. María es mi nuera, no sé si lo sabe. Bueno, sí, claro que lo sabe. En fin. No le diré que nunca me ha tratado bien porque parecerá que soy un quejica, pero la verdad es que la relación con ella nunca ha sido como a un suegro le hubiera gustado. Me comprende, ¿verdad?  
Mientras María recogía la cocina, Mario se bebió todo el café, todo seguido, en uno o dos tragos. Y dejó la taza con el esmalte blanco resaltando sobre las gotas negras adheridas a las paredes. No se hablaron, ni me dijeron nada cuando aparecí arrastrando los pies a desayunar. María en el fregadero, todavía con cosas por fregar, y Mario en la encimera, de espaldas a mí, inclinando la cabeza hacia atrás, parecía que tomaba su café. Luego, en mi rincón de la cocina, sobre la mesa, Mario colocó la taza. Con restos, y el esmalte blanco resaltando. Me llamó la atención porque, sabe usted señora, Mario nunca antes había dejado la taza en mi rincón. Acostumbraba a ponerla en el fregadero, con agua para que los posos no quedaran así, como incrustados en las paredes esmaltadas e hicieran más difícil la limpieza. Yo me sentaba en mi rincón, y era como si aún siguiera en la cama, caliente y sin preocupaciones, me comprende, ¿verdad, señorita? (en este momento, para hacer creíble lo que digo, miro a la policía que me está interrogando, y la miro intentando que ella piense que quiero ver su alma). Sin embargo, cuando vi la taza, pensé… Bueno, en realidad, creo que no dije nada. No le di importancia. No supe relacionarlo con nada. Simplemente pensé que se le había pasado. No sé. Si hubiera sido más despierto, pero nunca he sido muy listo, conque menos ahora que soy viejo. Me incliné para ver el fondo de la taza. Eran montañas enormes interrumpidas por muros infinitos. Y los posos, formando arroyuelos rodeados de lisa cerámica. Apunte esto, suena bien, ¿verdad?
Bueno, imagino que lo que usted quiere saber es qué pasó en realidad. Los detalles. Vale, podría decirle que alguien desde el interior de la taza me lo dijo. Sería una manera más fácil de librarme de la cárcel, ¿no es así? En realidad, no tenía motivo para ello, pero lo hice. Ya soy viejo, y estoy harto. No sé, pero siento que lo estoy. Quizás ha sido eso. En fin, esto es lo que imagino; pero decido en el último segundo que a la detective no debo contárselo, o el informe policial no tendrá ningún interés. Así que le digo que me levanté como pude de mi asiento, me acerqué al cajón de los cuchillos, cogí el más largo y los maté. Primero a ella, que estaba a mi lado. Después a los niños, que estaban poniéndose los plumas por tercera vez. El pequeño gritó. Eso alertó a Mario, que había salido de la cocina, a por algo de ropa, dijo. Pero lo sorprendí cuando él entraba rápido. Le clavé el cuchillo en el costado derecho. Luego me invento un porqué.
En realidad los maté, respondo a la policía que me interroga, por muchos motivos. Déjeme contarle una historia.
Mi hijo Mario salió de la tienda con la taza de café roja envuelta en un papel que había adquirido la forma de la taza, de tal manera que cualquiera sabría qué había en su interior, porque el interior y el exterior ya eran lo mismo. Mario me dijo, entonces, que desde pequeño le habían fascinado los anuncios de café soluble en los que las personas son felices cuando, envueltos en gruesos jerseys de lana, toman café en tazas rojas. Ya sabe lo que le digo. Los anuncios de Nescafé. El caso es que desde siempre, algo que yo ignoraba, había aspirado a tener una taza similar: roja y lisa en el exterior pero blanca y resbaladiza por dentro. Y la primera vez que la vio en un escaparate, se la compró. Sin dudarlo. Él siempre había sido un chico muy honesto. Podías ver sus pensamientos con sólo mirarle a la cara. Ya sabe lo que le digo, ¿no? Y siempre fue así. Creo que ése fue el motivo por el que María se casó con él, por su transparencia. En fin. O quizás, no.
El caso es que, y fíjese bien en lo que ahora le voy a decir, hasta ese día, él odiaba el café. Nunca había sido capaz de tomar una sola taza de café. Le daba angustia, y lo vomitaba. Hasta el día en que compró la taza. Creo que él no quería el café, creo que él quería ser feliz. Fue gracias a la adquisición de la taza roja cuando comenzó a beberlo con fruición. Así, en poco tiempo pasó de no tomar nada, a beberse siete u ocho tazas diarias. Llevaba al trabajo, incluso, pequeñas bolsas de café instantáneo en sus bolsillos. Era como si temiera no encontrar café allí, o como si el que allí había no fuera lo suficientemente bueno para él. En fin. Algunas noches lo sorprendía mirando fijamente la taza, con café o sin él. La taza. Daba igual. Se quedaba mirando la taza, a todas horas. Y se compró varios jerséis de lana gorda y cuello vuelto, como los del anuncio. Se levantaba más temprano que nadie, y salía a la calle, para sentir el frío de la mañana más intensamente y, así, hacer más real el placer del café caliente. Eso fue lo que me respondió cuando le pregunté por qué, “porque para disfrutar de un buen café hay que sufrir”. Yo seguí a lo mío, que no es otra cosa que sudokus y crucigramas. Ah, y jeroglíficos. En una ocasión me contó, mientras veíamos la tele por la noche, no recuerdo si fue la última noche, que estaba pensando en abandonar el trabajo y marcharse al campo, con todos nosotros, para dedicarse al cultivo del café. Eso me dijo, al cultivo del café. Yo no le hice mucho caso. Pensé que eran de esas cosas que uno dice por decir, pero que no ha pensado bien.
Recuerdo que un día, mientras íbamos en tren a la boda de alguien, nos adelantó por el pasillo una negra altísima y muy delgada. Íbamos a una boda. Se casaba un sobrino; o sea, el hijo de un primo lejano de Mario. Íbamos todos. Íbamos todos porque Mario se empeñó. En un bolso de mano llevaba la taza roja. Quiero decir todos, claro… Espere un momento, señorita. Es que ahora no me acuerdo.  

Mientras el viejo descansaba, alguien le trajo un café de máquina. Para reanimarlo, le dijeron. Estaba sentado en un banco del pasillo, junto a un policía, que lo custodiaba. Hizo como que quería hablar con él, pero se contuvo. Dijo: yo no quería. Pero el guardia no lo miró. Se imaginó que sostenía la taza de su hijo y bebió un sorbo. También imaginó que su hijo le ofreció a la negra del tren un café. Su nuera se lo quedó mirando, pero él siguió como si tal cosa. Eso pensó, pero no estaba seguro de que fuera verdad. La policía que lo interrogó anotó en su informe que no sabía si realmente su hijo la había invitado o no. El informe incluía una descripción no sólo de cómo el homicida mató a su hijo, su nuera y sus dos nietos, sino también de cómo se relacionó con ellos las últimas horas que pasaron juntos. Sobre el viaje en tren no añadía nada más. Parecía que el acusado se había olvidado del mismo.

En el tren, Mario se levantó y le ofreció una taza de café en la taza roja a la muchacha negra que había entrado en el compartimento. María se lo quedó mirando, eso sí lo vi. Creo que era la primera vez que dejaba que otra persona usara su taza. No se imagina qué cara puso mi nuera. La muchacha no aceptó y Mario volvió a su asiento, con la taza a rebosar de café hirviendo. Fue él quien se lo bebió todo. Después durmió. Bueno, creo que dormimos todos. El viaje en tren es importante porque el incidente con la chica negra fue lo que precipitó todo lo demás. No éste, sino el otro. Bien, cuando desperté, no había nadie. Fui al baño y, a mi regreso, allí estaban todos otra vez. Les pregunté que dónde habían ido, pero ninguno de ellos, ni siquiera mis nietos, me respondió. Entonces, me callé, y me acomodé en mi asiento, junto a las muletas, en un rincón del compartimento. Y así, hasta el final del trayecto. Pero vi que María miraba todo el rato al techo, y que Mario no dejaba de dar vueltas a su taza, vacía. Yo también miré al techo, era de plástico y brillaba como el esmalte. Mario dijo: esto tiene que cambiar. Nadie respondió. Se levantó, salió del compartimento y se marchó en dirección a la cafetería. Parecía que estaba harto de la realidad tan mediocre en la que vivía, como si su vida no fuera suya, sino de otro, como si todavía pudiera soñar con una vida mejor. Esto es lo que le cuento a la policía, así ella, la policía, ve que soy un señor con ideas profundas, de peso. Quién sabe, quizás consigo que sienta admiración por mí, no por lo que hice, sino por lo que soy, y cambia los adjetivos de su informe. Mientras tanto, los niños estaban extrañamente quietos. Quiero decir que siempre estaban peleándose o jugando juntos. Ahora, sin embargo, no hacían nada. Pero, no sé lo que digo, realmente. No recuerdo bien todo lo que sucedió. Bueno, la muchacha negra reapareció por los alrededores del compartimento, pero mi hijo no estaba. Así que mi nuera aprovechó el momento para decirle que se marchara y, en fin, todas esas cosas que se dicen las mujeres. Estábamos en un tren y, de nuevo por primera vez, vi la taza de café roja lejos de mi hijo. Cuando salí de mi aparente ensimismamiento, la negra tenía sangre en la cara y mi nuera, de pie, junto a ella, respiraba profundamente, y me dijo qué ha hecho, abuelo. Pero yo no había hecho nada.

La policía que se ha hecho cargo del anciano decide que es conveniente que duerma. Da la orden. En el camino, recibe algo de comida, parecen unas galletas. Tiene frío y le traen una manta con la que se envuelve mientras los pies arrastran una música cetrina y fluorescente camino del maestril.

Señorita, sí, ya se lo he dicho. Cuando mi hijo se encerró con la taza de café, comenzó a gritar. Mi nuera me miró sin dejar de echar agua sobre las otras tazas, en el fregadero. Mis nietos, no sé si se habían ido ya, o estaban a punto de hacerlo. El caso es que salí de mi rincón. Sí, el mismo en el que estaba cuando ustedes llegaron. Bueno, la verdad es que no sé para qué le cuento todo esto. Ustedes me vieron, qué más necesitan. Parece que dudan de lo que vieron, de la realidad, ¿no es así? ¿O quieren asegurarse de que yo no dudo? Da igual, creo. Ahora ya sólo me mi ma mu mo…

La idea de escribir La taza de café roja surgió tras la lectura del relato de Vila-Matas “Porque ella no lo pidió”. En la segunda parte, el narrador nos desvela qué es en realidad lo que está escribiendo. Qué es “El viaje de Rita Malú.” Así, toda la historia del viejo y la taza de café no es, probablemente, más que una excusa para escribir, para llenar el tiempo y las páginas hasta que suceda algo que me detenga. O me aburra. O hasta que mis recuerdos sean más importantes que lo que sucede en la calle. Por ejemplo, ahora mismo intento completar estas líneas, pero no recuerdo lo que tengo que escribir. En verdad, esto no tiene nada que ver con el relato de Vila-Matas, aunque surja como consecuencia de su lectura.  
Leer como un fin en sí mismo. Pero, desde hace ya algún tiempo, la idea de escribir sobre mi taza de café roja, la que siempre tengo en mi mesa, junto a mi mano derecha, me ha obsesionado. En la mesa tengo una taza de café, dos cuaderno, una botella de agua fresca, un bote de lapiceros, unos libros, carpetas, un paquete de galletas El Príncipe y dos flexos. Mi mesa es amplia. El centro lo ocupa el portátil en el que escribo. Cuando acabo esta frase me levanto y voy a la cocina a servirme otra taza de café. La soledad. Hace tiempo que no hablo con nadie. Así he pasado varios días. El frío ya ha llegado y lo único que me apetece es quedarme en casa. La portera llamó ayer por la mañana, supongo que era porque los inspectores del gas estuvieron hace poco aquí, y no les abrí. Tendré que pagar 48€. La inspección es obligatoria. Dejo de escribir y me estudio varias decenas de páginas de un manual de Filosofía Griega. Mientras estudio, sostengo la taza en la mano. La mantengo a media altura, con el codo doblado y pegado a las costillas. La mano derecha. Parezco alguien interesante a punto de decir algo impactante. Pero sólo paso la página, con la mano izquierda. El dedo índice lo uso, entonces, para subirme las gafas, que se caían al abismo. Pasa el tiempo. Dejo la taza sobre la mesa, me repantingo en el sillón de periodista, aunque no lo soy. Y miro la taza roja. Percibo ya la suavidad de sus formas sólo con mirarla. La palma de mi mano izquierda pasa suavemente por la mesa, la acaricia. Cierro los ojos y sonrío. Un día, con la taza todavía medio llena, me doy cuenta de que soy profesor de matemáticas en un instituto privado. Y de que el verano ya acabó. Miro la puerta de entrada, el suelo, y veo varias cartas. En realidad, esto no lo recuerdo muy bien. No sé si había cartas o no. Yo digo que no porque es la mejor manera de asegurarme la indemnización por despido improcedente. La palma de mi mano izquierda es más suave que la de mi mano derecha. Lo noto cuando acaricio la mesa. Es más sensible a la textura de la madera lijada, pulida y barnizada con esmero. Mi mano derecha ya sólo valora la taza de café roja. Me levanto de nuevo y voy a la cocina. Friego la taza y la coloco en el escurridor. No pasa nada. Me quedo de pie, mirando la taza, intentando escuchar algún ruido, pero no se oye nada. Vivo en un ático interior, los patios de luces están allí abajo, en el fondo, en lo más oscuro. Aquí arriba sólo hay luz. Luz y silencio. Me escucho respirar. Salgo de la cocina, me pongo un jersey de lana, que ya refresca, y salgo de casa. Nunca más he vuelto, desde entonces.