jueves, 8 de mayo de 2014

NOSOTROS (Primera parte)

     

“… no podré analizar mis personajes porque no los
conozco. No puedo conocer lo más profundo de su alma”.
Mircea Eliade, La novela del adolescente miope.

                                   “Si tus fotos no son suficientemente buenas,
    es porque no estás lo suficientemente cerca”.
Robert Cappa.

En la mesa de enfrente hay siempre una mujer con un pañuelo en la cabeza, como las gitanas que conocen el futuro que hay en las manos, que lee y toma notas de lo que lee sin descanso. Viene al café todos los días alrededor de las 17.30. Se queda hasta las 8, luego se marcha. En la mesa hay un vaso de cartón/plástico con la tapa puesta, pensado para un “take-away”. El café está frío y casi entero porque la señora olvida que debe beberlo. Hay, también, un estuche. En su interior se pueden ver algunos bolígrafos y lápices. La señora escribe con un minúsculo lápiz. La mujer es menuda, y los picos de la silla sobresalen por encima de sus hombros como los picos de las alas plegadas.
            Cuando se marcha lo hace portando grandes bolsas que le llegan a los pies. Lleva dos, asidas de la mano derecha, una de ellas es de plástico. Ignoramos qué lleva en su interior. La otra parece de tela, más consistente. Asoman un paraguas, la parte superior del lomo de unos cuadernos de varios colores y una bolsita trasparente en cuyo interior se vislumbran los contornos rojizos, naranjas, verdes de unas manzanas. La señora camina arrastrando la gabardina verde. Camina sin saber muy bien a dónde caminar. Gira por varias calles, se mueve con soltura, a pesar de la edad. Pero eso es fácil, la acera está limpia, limpia incluso de gente. Los coches apenas la molestan porque los conductores de Londres son respetuosos con todo el mundo. Podemos ver, también, que en la mano que tiene libre lleva un libro. Es el libro que ha estado leyendo y sobre el que ha escrito. Es distinto del libro de ayer. Y también del que traerá mañana. En un momento determinado, tras verse reflejada en el escaparate de una tienda de muebles, recuerda que era a casa de su hija a donde iba. Da media vuelta y camina con la misma resolución.
            Poco después la vemos entrando en un patio separado de la acera por un murete. Deja la bolsa grande en el suelo y llama al timbre. Vuelve a llamar. Pega la oreja cartilaginosa y seca a la puerta. Mira por la ventana que hay a su derecha. Se pone la mano, huesuda y llena de manchas, como anteojera para impedir que la luz se refleje en el cristal. Todo está oscuro. Se aparta un poco de la fachada y mira las ventanas del piso superior, quizás piensa que si están abiertas o las luces están encendidas es que hay alguien. Pero están cerradas y los cristales transparentes están oscuros. Vuelve a llamar. Suspira y mira a un lado, luego al otro. Se aparta de la cara un tirabuzón negrísimo, deshilachado y viejo. Se da la vuelta y mira a su alrededor. Por primera vez vemos en su rostro una expresión que podríamos definir de preocupación. Tal vez de desasosiego. Incluso, podría ser que alguien la calificara simplemente de tristeza, o pesadumbre. No siempre es fácil saber qué expresa el rostro humano. Comenzamos a sentir curiosidad.
            Han pasado más de diez minutos, tal vez quince, de calma chicha, y somos espectadores del cambio de la expresión de su rostro. Ahora sonríe mientras se limpia de la cara lo que imaginamos son unas lágrimas, que no habíamos visto, pero estaban ahí, sobre su piel; pero podría ser que sólo se estuviera estirando algo la piel para que parezca más tersa. Es su hija. La señora baja los escalones y sale del patio a la acera. La hija acelera el paso y la abraza. Madre e hija se abrazan. La madre cierra los ojos, la aprieta fuerte contra su pecho y sonríe. Podemos leer en los labios de la hija un “ya estoy aquí. No hay de qué preocuparse”. La señora responde que estaba empezando a asustarse por si le había sucedido algo a su niña. Abrazadas por la cintura suben los escalones que llevan a la puerta, la hija coge la bolsa apoyada contra la pared y entran en casa.
            Al cabo de un rato llegan varias mujeres. De lejos parecen un único ser, una realidad sin matices. Es al aproximarse cuando, sin que Nosotros Nos esforcemos, se marcan con claridad los contornos. Son cuatros mujeres, de entre treinta y cuarenta y cinco años, aparentemente. Por su aspecto, podrían vivir en los pequeños barcos que hay varados en la orilla norte del Támesis, pero tal vez vivan en diferentes lugares, en millares de lugares. Son cuatro, al fin y al cabo. Detrás de ellas surgen, como si estuvieran escondidos para sorprenderNos, unos hombres. Deducimos, por la manera y los gestos que tienen con ellas, que no son amigos sino maridos o novios, o algo semejante, si ello fuera posible.
            Las cuatro parejas, entre risas, con los brazos sobre los hombros de ellas y por la cintura de ellos, hablando animadamente, suben sin prisa y entretenidos las escaleras y entran sin llamar en la casa de la hija. Ignoramos qué sucede en el interior de la vivienda. Ignoramos, también, qué relación hay entre las cuatro parejas y las dos mujeres, la madre y la hija. Pero pensamos que es una íntima y confiada relación porque, de lo contrario, no habrían entrado sin llamar, ¿verdad?
            Cuando anochece, alguien enciende las luces de toda la casa, y convierte en luminoso el cielo sin luna. Mientras la gente de Bramerton Street duerme escondida, ellos se divierten. El silencio de la calle es un altavoz de lo que sucede dentro. Pero, a medida que la noche avanza, los ruidos del interior disminuyen, y la luz de las farolas se hace más anaranjada, como si no quisieran molestar a los durmientes. A las diez personas del interior parece que nos les importa lo que suceda en el exterior. Pensamos que, tal vez, van a quedarse a dormir. Y comenzamos a jugar a la especulación. Y especulamos, especulamos, especulamos.
            Cuando las gaviotas comienzan a buscar su alimento, de la casa salen, con aspecto de evidente cansancio, tres de las cuatro parejas. Algunos todavía llevan la sonrisa pegada al rostro. En este momento Nos preguntamos cuál es la pareja que se ha quedado y por qué. También, de algún modo habíamos imaginado que la señora del pañuelo gitano, la madre, debido a la edad, ya se habría marchado. Pero no ha sido así. Tampoco se marcha con las tres parejas. Tal vez viva con su hija. Una de las parejas (pareja 1) se despide de las otras dos y toma el mismo camino de llegada, por la derecha desde el punto de vista de alguien que se asoma por la puerta para despedirlos. Mientras se alejan, miramos y miramos pero no vemos nada que los identifique o diferencie del resto. Quizás, más adelante. Las otras dos parejas caminan unos minutos hacia la izquierda, hacia el Támesis. Cuando llegan al muro de contención apenas las podemos ver porque los árboles enormes, hermosos, siempre verdes, Nos lo impiden. Nos movemos unos metros hacia un lado y vemos a una pareja (pareja 2) caminar hacia el nacimiento del río, pero está tan lejos, hay tantas alternativas, tantas decisiones que tomar, tantas bifurcaciones, que no es posible saber sus intenciones. La otra (pareja 3) se dirige al mar por un camino que se ensancha a cada paso. De estas dos parejas tampoco, de momento, podemos decir casi nada salvo que son altos; ellos visten chaqueta y corbata. Ellas llevan sendos vestidos por encima de las rodillas y tacones kilométricos.
            Pareja 4. La que se ha quedado en la casa de la mujer es una pareja de estafadores. Él, a diferencia de los otros tres varones, y siendo de constitución delgada como ellos, presume de barriga cervecera. Cuando camina, la camisa le aprieta y crepita a la altura del ombligo. Y cuando están con gente, le gusta apartarse la chaqueta oscura –siempre oscura– y mostrar su abultamiento. Su mujer sabe que las chaquetas claras son de los pijos y los mafiosos. Los pantalones son elegantes, parecen hechos a medida, pero son jeans, simples vaqueros, aunque muy caros. Cuando hay poca luz, que es casi siempre, le gusta asomar el cinturón y ver cómo el reflejo de las farolas o de la luz de los pubs muestra la forma de su hebilla –dos caballos enfrentados con las patas delanteras en alto– en la ropa de la gente. Parece que es el único de los cuatro al que podemos diferenciar por su aspecto, pero no debemos fiarnos. Camina mucho, unos diez kilómetros cada día. Creemos que también fuma, a escondidas. Ella, que finge que no sabe que fuma, es una mujer menuda; de lejos se parece a la mujer con el pañuelo de gitana, como si tuviera veinte o treinta años más de los que en realidad agobian su corazón. De cerca, vemos que su rostro es extraño. Su mirada se percibe fría, de ojos oscuros y brillantes, aunque sus labios mantienen una permanente sonrisa, dirigida a la persona que tenga delante, como queriendo agradar. Hay una descompensación entre la mitad norte y la mitad sur de su cara. Como esos vídeos en los que el rostro se muestra dividido en varias partes, creando gestos nuevos a medida que las diferentes porciones se mueven a la derecha o la izquierda, arriba o abajo. Frunce el ceño para aumentar el zoom de sus ojos, es una mujer que quisiera ver más lejos. Pero esto, por supuesto, Nos lo hemos inventado: no tenemos ni idea de si quiere ver más lejos o de si su mirada es el reflejo de un corazón frío. Durante varios minutos pasean por las calles de Londres. Como la señora del pañuelo, no saben a dónde ir. Tal vez no les importa. Sólo caminan hasta que entran en un parque pequeño que se ha mostrado de repente en su inmensidad al pasar un edificio de apartamentos. Ella se apoya en el hombre, lo hace pararse, se inclina, levanta el pie y se quita el zapato de tacón. Se pasa la mano por la planta. Su rostro, las diferentes partes de su rostro, reflejan el dolor y luego el placer del alivio. Mientras, él la sostiene con acusada delicadeza. Nos gustaría decir que sabemos que se quieren, que su relación no está adulterada; o bien, que su relación es toda mentira, que están juntos por el negocio de la estafa. Pero, en realidad, no podemos decir nada porque apenas sabemos ni de ellos como personas ni de su relación como pareja. Sabemos, eso sí, que son estafadores.
            Observamos. Empieza a anochecer, ¿fue ayer o hace más de un año cuando estuvieron en la casa de la madre y la hija? La humedad se pega a las hojas de los árboles que rodean, que cubren el parque entero; se agarra a la ropa, a la piel, a los huesos y te licúa el interior. Ellos se suben el cuello de los abrigos para protegerse el cuello caliente y su cerebro caliente y se sientan en uno de los varios bancos de madera oscurecida y agrietada por el frío, la lluvia y el sol. Sabemos que hablan porque no dejan de mover las manos, hacen gestos con la cara, la suben, la inclinan, la giran; y los labios son como dos gomas elásticas que un niño se ha puesto bajo la nariz para llamar la atención. Pero no los vemos sonreír. Los gestos acompañan las palabras pero no expresan estados de ánimo; aunque esto, por supuesto, no significa nada. Sólo Nos ha llamado la atención y por ello lo anotamos. Seguro que hay alguien que comprenda su significado. También sabemos que el olor de los puestos de hamburguesas, perritos calientes y honey roasted nuts es muy intenso, tan intenso que ayudado por la niebla, no puede elevarse, confundirse en la oscuridad con las nubes y desaparecer; permanece bajo, a la altura de la nariz de la gente que, al igual que la pareja de estafadores, se resiste a irse a casa, sólo desea disfrutar. Pero, Nosotros, en realidad, cómo podríamos oler si estamos lejos.
            Vemos que la pareja, de repente, se levanta y camina desenvuelta mientras saluda a otra pareja. Coinciden cerca de los puestos de los perritos. Se detienen y comienzan a hablar. La pareja que ha aparecido en escena ríe. La estafadora ha dicho algo divertido. Entonces, el hombre coge por el brazo al estafador y se alejan unos metros de las mujeres y de los puestos de fritanga. Nuestro estafador asiente a lo que le dice el hombre, que no deja de mover el dedo índice de la mano derecha. ¿Estará enfadado? Si alguien quiere conocer o descubrir la verdad, o tener conocimientos de lo que sea, debe estar cerca. Estar cerca, oler el aliento, sentir la temperatura, la textura de la piel, es la única manera de saber con certeza que alguien es como se piensa que es. La lejanía te ayuda a tener perspectiva, pero la perspectiva no es conocimiento. Nosotros Nos acercamos y vemos una bocacalle que, hasta ese momento, parecía no existir. Al fondo de la misma hay algunos caballitos de un tiovivo abandonado un poco más allá, y unos puestos, volcados y oxidados, de algodón dulce.
            —Mañana, creo. No, no. Pasado mañana… ¿…? —dice el estafador.
            —¿Crees que estará bien?
            —Sí, creo que estará bien. No habrá problema, ¿qué pasa?
            —Es que me han dicho que hará mucho frío. No sé, quizás deberíamos postponerlo. Tampoco pasaría nada —mira alrededor con las brazos medio extendidos—, hay muchas posibilidades en todas partes —el hombre es alto y delgado (¿no habrá nadie en esta historia que no sea alto y delgado?); tiene la nariz de boxeador, aunque eso no significa que lo haya sido, y los puños fuertes. Cuando afirma lo de las posibilidades en todas partes, cierra el puño de la mano derecha y lo levanta a media altura.
            —Pero cómo quema el perrito —dice casi gritando la mujer, mientras se acercan a donde están ellos.
            —Pero están ricos, ¿verdad? —y la estafadora muerde un buen pedazo del suyo.
            —Ah, ¿nos habéis comprado uno a nosotros? ¿No? ¿Por qué?
            —Se han acabado.
            —No es cierto. Veo que están preparando más.
            —Mañana tengo peluquería, a las 8. Luego debo pasarme por el Post Office a recoger un paquete. Me lo envía un amigo desde España. Es jamón y otras cosas. Así  que estaba pensando que nos podríamos reunir en su casa a celebrarlo —dijo la mujer.
            —Bueno, nos vamos, ¿vale? La vida es tan terrible a veces —dijo el hombre y le guiñó un ojo a la estafadora— que uno no sabe nunca qué va a pasar. Jajaja. Vamos, cariño. Pero, ¿por qué vas a la pelu? Estás muy bien así, y con lo cara que se ha puesto —continuó mientras se alejaban—, además, en realidad, si un día…

            Nosotros. Es difícil seguir los pasos de nadie. Es difícil, a pesar de llevar ya tantos años en ello, conocerlos a todos. Es difícil, incluso, saber quiénes somos nosotros. Hemos dejado preparado el desayuno en una bolsita, pero no estamos seguros de que las cosas vayan a salir bien, de que podamos volver y recoger nuestro desayuno, compuesto de sándwich de… . Es el deseo de que las cosas saldrán como esperamos, por eso no nos hemos llevado el desayuno con nosotros. ¿Cómo podemos estar seguros de que mirar a la gente, observar cómo se mueven, cómo gesticulan, cómo arquean las cejas, o cómo se les manifiesta el hoyuelo en la mejilla cuando ríen, cómo podemos estar seguros de que son manifestaciones externas de su bondadoso carácter? Una persona viste un abrigo largo, por debajo de la rodilla. Se sube el cuello porque hace frío, lleva guantes, bufanda. Toda la ropa es de marcas famosas, cuyos logotipos son visibles para todo el que quiera mirar. Cuando llega, y tras diez segundos en los que se expresa con exquisita diplomacia y encanto, consigue que su cheque, un cheque más falso que un euro de madera, sea aceptado por la entidad bancaria. Y sale de allí millonario. ¿Cuántas historias se han escrito sobre esto, sobre las falsas apariencias (hay hasta películas con ese título)? Pero, ¿es posible que las cosas sucedan de otro modo? Se supone que la información debería ser el antídoto de las apariencias. ¿A cuánta gente le interesa tener información? ¿A cuánta gente le preocupa la verdad? Goran Petrovic dijo que la realidad es sólo una fantasía exageradamente bien peinada. Es posible. Quizá debemos aceptarlo. Hemos luchado tanto por demostrar que no es cierto que, aun ahora, nos cuesta aceptar nuestro fracaso. Mañana vendrán y nos retirarán la placa. Todos nuestros archivos pasarán a la Central, a un cajón de algún archivador cuya clave de acceso estará escondida en alguna base de datos encriptada.
            Son muchos años intentando descubrir la verdad, siempre difícil.  
            Son muchos años intentando descubrir la verdad, siempre difícil. 
            Salimos de casa antes de amanecer. Todos los días, sin excepción. Nos gusta pasear a lo largo del Támesis. Hay barcos en medio del río, con luces en sus ventanucos que se mecen al ritmo de una agua tremendamente corrupta. Otros pequeños barcos están varados en la orilla, o con la regala sumergida lo suficiente como para hacer creer a sus moradores que están en el río, aunque no se mecen a ningún ritmo. Hay gente desayunando, gente que escucha la radio, las noticias, o música; otros ven música en la MTV, o la noticias en la BBC. La gente no hace mucho más. Algunos toman un café en cubierta mientras contemplan cómo el sol asoma por detrás de los árboles, al fondo, en la desembocadura, tan lejos. Las gaviotas no paran de volar por encima de nuestras cabezas, tienen hambre y buscan su comida en los alrededores del río, de los barcos, y por Battersea Park. Nosotros damos dos vueltas de norte a sur cruzando el puente de Chelsea primero, y el de Albert después.
            Correr o caminar (depende del día) es una práctica física que llevamos a cabo a diario. Creo que esto ya lo he dicho, pero no pasa nada si se repite, ¿verdad? En algunos aspectos, repetir está muy bien. Nos ayuda a fijar ideas o hechos en nuestra cabeza. También nos ayuda a hacer realidad lo que imaginamos y, así, una mentira se convierte en un recuerdo tan real como los recuerdos verdaderos. Blade Runner. Sí, ya lo sabemos. Podríamos decir que nunca hemos visto el Támesis, ni Londres. Ni siquiera sabemos si hay golondrinas en los alrededores del río. Las calles que nombramos las hemos encontrado en un plano de la ciudad. Es así. Esto es lo que podríamos decir, y nadie sabría si decimos la verdad o si sólo es un juego. Pero, por otra parte, ¿hay alguien a quien le importe esta tontería? Mañana vendrán a por nuestras credenciales, eso es lo único que, en realidad, cuenta (qué cosas. Intentamos aparentar cierto nivel de conocimientos acerca de la realidad, pero no sabemos ir más allá de algunos referentes culturales muy populares; es triste, muy triste todo esto).
            Estamos con una chica que nos gusta mucho. Intentamos penetrarla porque, en verdad, nos gusta, estamos enamorados de ella, y ella nos desea. Quiere que la penetremos. Pero, el cansancio, la falta de confianza en nosotros mismos, el miedo a defraudarla o el exceso de información en nuestra cabeza, nos impide hacerlo. No podemos, a pesar de que nunca una mujer nos ha deseado tanto, penetrarla; y nuestro pene se muere, lánguido. Si el servicio de habitaciones hubiera entrado, habría visto varios condones desparramados por el suelo enmoquetado. Sonreiría porque no dudaría en pensar que allí ha habido una bonita fiesta. Necesitaría tener verdadero deseo de saber la verdad, de comprender el mundo por el que se mueve, su mundo. Necesitaría acercar la vista, como una experta entomóloga, para saber que en el interior de los condones arrugados y grasientos no había más que algunas células muertas de nuestro abatido pene. Células muertas y aire.
            Al volver, nos duchamos, guardamos el desayuno en la cartera y salimos para la Agencia.
            Por la tarde, solemos buscar sitios donde comer hamburguesas y perritos. Nos decimos que es un contrasentido caminar o correr diez kilómetros diarios y luego hincharse a hamburguesas. Lo sabemos y, mientras mordemos un perrito que quema, nos reímos y guiñamos los ojos. Estamos locos. En unos minutos, y aunque no se nos note, podríamos ser los protagonistas de algún anuncio sobre algo que quita la sensación de pesadez de las comidas. No se nos nota, pero podríamos poner cara de sentirnos muy pesados.

            Estamos en el coche, esperamos que suceda algo que nos despierte. No sucede nada, y llenamos el coche de ruidos estomacales y flatulencias. La barriga cervecera apenas nos deja tiempo para sentirnos bien con nosotros mismos. Llevamos varias horas sentados dentro del coche. Las luces de las farolas se vuelven anaranjadas y el silencio de la calle nos hace estar aún más alerta. Pensamos que esta noche sucederá algo importante; pero, al final, no sucede nada o, por lo menos, nosotros no somos conscientes de ello. En los primeros días nos gustaba anotarlo todo. Pensábamos que lo mejor para comprender lo que sucedía era apuntar todo lo que sucedía; no importaba que, aparentemente, no hubiera ilación entre unos hechos y otros. Nos gustaba analizarlos mientras tomábamos una taza de té rojo en la cocina, ya por la noche. Siempre era posible que, con el tiempo, las relaciones se hicieran visibles, como los problemas de ajedrez. Era cuestión de tener fe, fe y paciencia. Todavía creíamos, entonces. Pero, luego, poco a poco nos volvimos ateos, por decirlo así. Dejamos de creer en lo que estaba escrito. Ya sólo mirábamos a nuestro alrededor. Las anotaciones las escribíamos para los miembros de la Agencia. Nosotros mirábamos convencidos de que, de ese modo, comprenderíamos qué sucedía. Y sucedió que salieron de casa, pero no podíamos distinguir quiénes eran; tampoco comprendíamos por qué sólo habían salido tres de las cuatro parejas. Y sucedió que un señor que partía las nueces con la mano se le acercó a la chica, le dio fuego y se ofreció para llevarla a casa. Ella aceptó y dijo algo de una peluquería, pero no supimos qué. Y sucedió que una mujer se apoyó en el brazo del hombre, se quitó el zapato y sonrió al hombre. El hombre la sostuvo como si fuera un adorno muy caro. Y sucedió que un hombre se quejaba de lo caliente que estaba la hamburguesa, y guiño el ojo a una mujer de sonrisa horrible. Y sucedió que una vieja leía en una cafetería en la que la gente no lee. Y la mujer escribía cosas sobre lo que leía, pero no sabíamos qué escribía. Y sucedió que se pasó la mano por el cabello, se miró al espejo y sonrió. Luego su boca se movió como si fuera el chicle de un niño e hizo gárgaras, y siguió riendo. Y sucedió que se abrió el abrigo y de la badana sacó un ramo de flores, con un beso se lo entregó a la chica, pero ella con el rostro muy serio le dio un bofetón. Él, apesadumbrado, se dio la vuelta, caminó unos metros, cogió de la mano a su novia y juntos se marcharon. Y sucedió que el conductor del autobús hacía ese mismo recorrido por centésima vez, pero ese día entró en la curva no a 80 por hora, sino a 150. Y sucedió que subrayaba todo lo que le gustaba de los libros que leía y lo hacía de diferentes colores, aunque nunca supo explicar por qué. Y sucedió que estudió un idioma, y luego otro, y otro. Y aprendió hasta 12 lenguas que hablaban más de 2000 millones de personas; pero nunca salió de su país, y nunca supimos por qué. Y sucedió que esa mañana el papá dio el desayuno, como todos los días, a los niños; los llevó, como todos los días, a la escuela; les dio, como todos los días, un beso de despedida y, como todos los días, les dijo que los quería. Pero, luego, no fue al trabajo, ni regresó a la escuela a recogerlos, ni habló con su mujer, como hacía todos los días; simplemente, desapareció, y nunca dijo por qué. Y sucedió que era un jardinero que recogía las hojas caídas de los árboles que rodeaban las casas en las que trabajaba; y cada pocos minutos se incorporaba, miraba el reloj, luego al cielo, se pasaba la mano por la frente para quitarse el sudor. Miraba a un lado y a otro buscando algo que no llegaba. Y sucedió que se acercó muy enfadado al taller mecánico a reclamar por enésima vez su coche. El mecánico le dijo que aún no estaba, pero que no se preocupara y que si le apetecía le invitaba a una cerveza. Y el hombre, sin pensarlo dos veces, aceptó. Y sucedió que mientras se cepillaba los dientes antes de acostarse, le dijo a la mujer que lo esperaba en la cama que al día siguiente necesitaba más dinero para reparar el aire acondicionado. La mujer accedió, le firmó un cheque y el hombre, sorprendido, le preguntó por qué; ella le respondió que no sabía por qué, pero que por qué no. Y sucedió que la señora caminaba con el perrito por la acera con la esperanza de que, por fin se decidiera a hacer sus necesidades, pero el perrito, estreñido, se negaba. Se acercó un hombre de mediana edad, cogió al perrito, le acarició el lomo, le susurró unas bellas o terribles palabras al oído e, inmediatamente, el perrito comenzó a hacer sus cosas con sorprendente fruición, y la señora, muy feliz, no supo preguntarle cómo lo había hecho. Y sucedió que comenzó entusiasmado a traducir al español The story of English in 100 words, pero a la quinta palabra se cansó y lo dejó sin saber por qué, porque en realidad estaba ilusionado con ello. Y sucedió que a medianoche ella regresó del baile, con un hermoso vestido de gasa, vals guantes chófer champán; al bajar del coche, un joven apuesto la esperaba en la entrada del hotel. Le ofreció su mano, ella aceptó y se introdujo feliz en otro vehículo. Y sucedió que tras el trabajo, regresaba a casa, se quitaba el mono de la obra, se ponía unas bragas y sujetador de la talla 85, y escribía poesía. Y cuando por la noche le preguntaban por qué lo hacía, él no sabía responder por qué, pero lo cierto es que cada vez escribía mejor. Y sucedió que se levantó antes del amanecer. Observó a su mujer para saber si dormía. Se incorporó en la cama y miró por la ventana sin cortinas. En la rama del árbol había dos ardillas corriendo y jugando entretenidas. Él las contempló durante un rato y, más relajado, volvió a dormirse. Y sucedió que leyó el periódico y decidió contar todos los adverbios que aparecían en los titulares y, luego, los adjetivos y, luego, los artículos. Era evidente que tenía demasiado tiempo libre, pero ni siquiera él se había dado cuenta. Y sucedió que dejó de escribir, se miró los dedos y, en silencio, los contó, y su mano derecha pasó suavemente por encima de los dedos de la mano izquierda; luego, miró los árboles que le rodeaban, las abejas, el cielo, los pájaros, las flores; y siguió escribiendo. Y sucedió que aquel año los árboles frutales no dieron fruto. La mujer miró a los niños, luego se limpió el sudor de la frente con el pañuelo que llevaba al cuello, y preguntó con la mirada a su marido. Su marido suspiró, se colocó la gorra de la cooperativa y siguió cavando la tierra. A la mañana siguiente, el marido se despertó, pero su mujer ya no estaba. Y sucedió que el experto informático llegó a la casa, preguntó por el portátil, lo abrió, se puso a hurgar en su interior, e hizo visibles al propietario las piezas que daban sentido a la máquina. Luego, el experto colocó de nuevo todas las piezas en su sitio, menos una, que se había vuelto inservible. Esa pieza, colgada en el dintel de su casa, puede ser vista hoy por todos los vecinos que cruzan por su puerta. Y sucedió que el ama de casa, tras acabar de fregar los platos de la comida, encendió la tele para ver su programa de Tele5, pero, a diferencia de otros días, se quedó dormida hasta la hora de la cena. Y así pasó desde entonces, pero ni sus hijos ni su marido la comprendían. Y sucedió que todas las mañanas salía con la regadera llena de agua a regar las flores de su jardín, pasaba por delante de los rosales, los tulipanes y las begonias; luego, volvía a la casa y anotaba cosas en el cuaderno para, a continuación, volver a salir y verter, ahora sí, agua. Y sucedió que el primer día de curso, el afamado arquitecto entró en su clase de la Escuela de Arquitectura y comenzó a explicar a sus alumnos cómo son las mujeres. El segundo día explicó cómo son los hombres. El tercer día explicó cómo son los animales. Y, el cuarto, cómo son el agua, la tierra, el aire y el fuego. El quinto, qué son el dinero, el poder y el sexo. El sexto, contó chistes sobre arquitectos. Y el séptimo comenzó a enseñar los contenidos del programa. Y sucedió que el niño abrió la cartera y vio, feliz, que su mamá había metido la chocolatina que tanto le gustaba. Luego, en el recreo se acercó a Laurita y le dijo si quería un poco de la deliciosa chocolatina. Y sucedió que la familia de clase media salió de Fuengirola a media mañana con la intención de llegar a Madrid para la cena. Pero, tras cruzar Despeñaperros y mientras comían algo en un área de descanso, una mujer joven y todavía hermosa caminó por el pasillo de la mesa de la familia, el hombre la miró y se dijo a sí mismo, entre el ruido de los niños con la comida, que la amaba. Luego, dijo que iba al baño, y ya no regresó. La esposa esperó perezosamente hasta el anochecer. Y sucedió que la mesa estaba cubierta de papeles y libros. Un día se acercó a la mesa con intención de cambiarlo todo, de organizarlo todo excepto la foto de su mujer, pero al sentarse se olvidó de ello, y ni siquiera él lo comprendía. Y sucedieron otras muchas cosas que quedaron anotadas pero que, ni con el paso del tiempo, parecían tener algún sentido.

lunes, 24 de junio de 2013

LA LECCIÓN DE ANATOMÍA, de Marta Sanz.


                                                                                                                                                                   Lo que aquí se cuenta es ficción.                                                                    Todo, incluso la conjunción "y" 
y el artículo "la", es mentira.

1.Un día, Marta me dijo que ella simplemente quiere ser escritora. Eso es lo único que, en realidad, le interesa. Y para ello se pasa todo el santo día escribiendo. Eso es todo. Me dijo la frase muy seria y mirándome a la cara, de frente. Yo, que había leído su La lección de anatomía, ya lo sabía. Pero, desde entonces, cada día, al levantarse, me repite la misma frase. “Yo sólo quiero ser escritora”. No sé por qué lo hace. Últimamente suena poco convincente, pero es posible que sea yo, que ya no la escucho. Ella ya es escritora, en cualquier caso. Sin embargo, siento envidia de no ser capaz de tomar la misma decisión. Sí, yo también quiero ser escritor, pero no me siento hábil para renunciar a todo lo demás. Primordialmente al salario y a las horas de completa libertad que me dan las pocas clases en la universidad. Hay gente que no necesita renunciar a nada. Son profesores y escritores. Locutores de radio, y escritores. Economistas, y escritores. Cualquier profesión, y escritores. Tendría su lógica si no vendieran. Pero es que, además, venden un montón. Uno de los pocos que no finge es ése, cómo se llama… El Pérez Reverte, sí. Cuando no escribe, viaja en su velero. También es coherente Marta Sanz. Sólo escribe. Y si no, da conferencias por el mundo. Bueno, últimamente sólo escribe. El resto del tiempo, hacemos el amor o vemos la televisión o tomamos vino.
            Mientras Marta escribe, yo hago la compra, preparo la comida, limpio la casa y voy al trabajo. Este es el orden de prioridades. En alguna ocasión le he propuesto tener hijos. Al fin y al cabo con lo que ella gana y mis clases nos lo podríamos permitir. Pero dice que no se siente preparada, que es pronto. Un día escondí la tableta de las píldoras. Se puso realmente histérica. Yo sólo quería hacer el amor y tener un hijo. Pero, no fue posible. Se encerró en el baño durante horas. Cuando salió, vio su píldora en la mesita. Se la había puesto yo, claro. Yo sonreía: creía que se alegraría de ello. Me pidió que me fuera a dormir al salón. Me lo pidió, lo que le honra, aunque lo hizo mirando el suelo. Bueno, esto creo que luego lo desarrollaré con más detalle. O no. No lo sé.

2.A menudo salimos a la terraza a tomar vino y ver el anochecer. Alrededor de las 7 de la tarde, abro la botella y la dejo que respire. Mientras, preparo las butacas, con sus cojines, una manta por si refresca, la mesita entre nosotros, y un par de libros. Nunca se sabe. Luego, aviso a Marta de que ya está todo en su sitio. Incluso, si es necesario, la acompaño a la terraza. Ella se acomoda en su butaca, sin decir apenas nada. Se coloca sus gafas de sol y, entretanto, regreso a la cocina a por la botella y dos copas. Todo esto sucede sin que en la calle desaparezca el ruido. Los vecinos —parejas que llevan poco tiempo casadas— que conozco tienen hijos. La mayoría, la parejita. Es posible que se pregunten por qué nosotros no. En cualquier caso, nos llama la atención el ruido que hacen los niños… Y al atardecer. Nosotros preferimos la tranquilidad, por lo que siempre nos ponemos unos tapones en los oídos… Es decir, no abro la puerta de la calle para ver qué sucede. Es hermoso el silencio. Cuando pienso esto, miro a Marta y sonrío.

3.Me levanto sobresaltado porque el teléfono no deja de sonar. Un señor muy educado pregunta por Francisco Cambronero Martínez. Le confirmo que soy yo. El señor me dice que llama de la Librería de la Universidad de Alcalá. Quiere asegurarse de que soy yo quien ha pedido un libro, La lección de anatomía, de Alberto García Lledó. Sí, lo pedí, respondo. Y, un poco azorado, quiero saber si hay algún problema. Me responde que no, que sólo quería estar seguro de que no había sido un error. ¿Por qué tendría que haber sido un error…? Me queda la impresión de que en esa librería no están acostumbrados a recibir pedidos de libros. Pero no le doy más importancia.
            El libro lo he pedido porque necesitaba conocer más a Marta Sanz. Bueno, en realidad, en ese momento todavía no estaba interesado en Marta Sanz; quería conocer mejor el origen de los textos que Marta había incluido en un curso para Profesores de E/LE (el curso lo creó Marta, aunque era yo el profesor). Quería saber tanto como sabía Marta. Me parecía una vergüenza que, como profesor, tuviera menos conocimientos de literatura, o sobre didáctica de la Literatura o de la Lengua, que ella. Sin embargo, entonces, mi visión de ella cambió.

4.Escribí un mail a Marta para preguntarle el nombre del autor de La lección de anatomía. Había intentado leer el libro de Alberto García Lledó, pero no pude. En la segunda página me di cuenta de que en esa novela no podía estar la descripción que la narradora hace de su cuerpo. No había ni un ápice de intimidad ni de calidad en sus páginas. Las palabras no tenían relieve, no valían nada. Consecuentemente, él no podía ser el autor del texto que Marta incluía en uno de los módulos del Curso para profesores de E/LE (Español como Lengua Extranjera). Se entretenía en sus orejas, sus hombros, sus manos, sus pechos, su piel. Era la descripción del cuerpo de una mujer en torno a los cuarenta, con mucha vida detrás (esto lo sabemos porque la descripción aparece al final de la novela, o autobiografía, o lo que sea. Si apareciera al comienzo, podríamos imaginarnos a cualquier mujer con deseos de sentirse importante. Pero lo hace al final, cuando el lector ha hecho el recorrido de la vida de la protagonista. Ya conocemos a ese personaje, y muy bien. Así, la descripción de su cuerpo es la narración de su vida). Y yo quería saber el nombre del autor –pensé que, aunque era una mujer la que narraba, era un hombre quien había escrito el libro, ignoro los motivos por los que lo pensé–, para no sólo saber tanto como Marta Sanz, sino también para poder responder adecuadamente a mis estudiantes, todos profesores de Español como Lengua Extranjera. En fin, el Conocimiento. Marta me respondió que “Soy yo, por supuesto. De mi libro La lección de Anatomía”. Le di las gracias pero, en realidad, me sentí avergonzado. Era evidente que debía saberlo. La vergüenza fue tan grande que acabé enamorado de ella.

5.Me gusta comprar vino manchego. Ya sé que no es el mejor vino del mundo. Lo compro porque soy manchego. En La Mancha tenemos dos denominaciones de origen: DO La Mancha, y DO Valdepeñas. Es algo de lo que nos sentimos orgullosos los manchegos. Me gusta comprarlo en El Palacio de los licores. No es un palacio, es una tienda pequeña que hace esquina dos calles más arriba de donde está mi casa. Es una suerte tener esta tienda tan cerca. En las zonas residenciales no suele haber tiendas especializadas; y, a menudo, los residentes deben coger el coche para ir al centro de la ciudad a comprar cosas básicas. Por eso, nosotros (los habitantes de esta zona residencial) nos sentimos unos privilegiados. Yo compré esta casa porque me aseguraron que era un lugar adecuado para caminar. Suelo ir al Palacio los lunes temprano, en torno a las 10 de la mañana. A veces debo esperar porque el propietario, un señor sin una micra de grasa, muy alto y con aire de buena persona, con varios tatuajes en ambos brazos y que no deja de fumar, no llega hasta las 10.30. A esa hora soy el único que compra cosas; ello me permite pasear con tranquilidad por los estantes de vino, viendo los caldos de Chile, de California, de Australia o Argentina. De la C a la A, extraño viaje. En cualquier caso, tras recorrer todos los pasillos, llego a la caja con cinco botellas de Señorío de los llanos, o Viña Albali. Vinos de Valdepeñas. Sin embargo, el lunes siguiente a la vergüenza, pasé por delante del escaparate y seguí caminando. El propietario enjuto me miró mientras abría. Al final de la calle, cerca de los límites de la zona residencial, hay una pequeña librería. Se dice que la abrió alguien de por allí para que su mujer no se aburriera. La librería apenas tiene libros. Casi todo es papelería. He entrado dos veces anteriormente. Una, para comprar un pilot ball 0.5. La segunda, para comprar una tarjeta de felicitaciones, pero no tenía. A pesar de que entre las dos ocasiones pasaron más de dieciocho meses, en ambas la vendedora tenía un aspecto triste, con ojeras y eso. Ésta era la tercera en varios años. Al verme entrar sonrió, y yo respondí con otra sonrisa. La mujer llevaba una blusa blanca abierta, mostrando su pecho, y una falda oscura ceñida en la cintura, en las caderas, las nalgas y los muslos. La falda le cubría las rodillas, lo que hacía su caminar muy interesante, como poco, aunque seguía con la mirada triste.  Su rostro, sin brillo e incipientemente pellejudo, contrastaba con la manera en que sus nalgas se esforzaban por romper las costuras de la falda. Me abrí el abrigo y le pregunté si tenía La lección de anatomía, de Marta Sanz. Este libro se publicó hacía mucho tiempo, por lo que es posible que estuviera descatalogado. Sin embargo, ella abrió la base de datos de su ordenador, se inclinó y sin mucha vergüenza me mostró lo que tenía semiescondido bajo su blusa. Al cabo de un ratito, el que ella consideró suficiente, me dijo que no lo tenía, pero que podía pedirlo. Le dije que vale, le di mi teléfono y, con una sonrisa correspondida, algo más. Al marcharme, ella se pasó un dedo por la comisura de los labios; luego, se acercó a la puerta para quitar la llave y permitirme salir.

6.Todavía me acerco al quiosco a recoger el periódico. Salgo de casa a media mañana y camino, como paseando, por varias calles. El clima acompaña gran parte del año. Apenas me cruzo con vecinos. Sólo los domingos, o los días de fiesta, es posible ver paseando con sus hijos, o limpiando el coche, o cortando el césped, o regando las flores, o haciendo lo que sea, a los padres. Cuando esto sucede, los niños siempre ríen,r ejemplo, recuerdo que mi casa  toda llena de luz.ier cosa electradre tambis de la infancia. Por ejemplo, recuerdo que mi casa  los padres les dan lo que quieren. En esos días, tengo cierto reparo a salir a por el periódico; pero, aún así, salgo. Cuando eso sucede, camino rápido, pegado a la acera y sin mirar a ningún lado, procurando no cruzarme con nadie. El quiosco está justo en medio de la exclusiva zona residencial, equidistante de cualquier lugar. Cerca hay un centro comercial enorme, que incluye un supermercado al que apenas voy. El quiosco está fuera, a la intemperie. El quiosquero, cuando me ve llegar, echa mano de mi periódico y lo coloca sobre el mostrador. Yo sonrío a distancia, levanto la barbilla a modo de saludo y saco el dinero del bolsillo. Llevo siempre el precio exacto, cosa que al señor quiosquero le agrada enormemente.

7.Subo los peldaños que dan a su casa y llamo al timbre. Espero bajo la lluvia, que comienza a amainar, y vuelvo a llamar. Sé que está en casa porque se ve luz en su interior. Sé que es así porque Laura siempre ha sido ahorradora y no se marcharía dejando la luz encendida. Conozco a Laura desde que éramos pequeños. No era mi canguro, ni la nani, ni nada por el estilo, pero a menudo se encargaba de nosotros, los pequeños. Ella no era muy grande, sólo unos pocos años más. La verdad es que la recuerdo como si fuera una niña.
            La pregunta es: ¿por qué cuento esto? ¿Es importante para la historia lo que sucede con Laura? No lo sé. Vamos a ver.

8.Enseño seis horas a la semana en la Universidad. Enseño Español a los estudiantes Erasmus en el Departamento de Idiomas. Tengo contrato a jornada completa, treinta y cinco horas a la semana, pero no paso más de diez; no recuerdo el día que me quedé a comer. Hace poco me dijeron que ahora el menú era algo peor. Yo sonreí, pero en realidad no sé cómo era antes, por lo que no sé qué quieren decir cuando dicen que es peor. Algunos profesores pasan el día entero en los despachos del Departamento para que el director del mismo los vea. A menudo son los que nunca tienen nada que hacer, por lo que sus ordenadores siempre están en Facebook o en Tweeter, o alguna otra página similar.
            Las clases son muy simples. Tengo dos grupos de estudiantes. Nivel B1 (75) y B2 (83). Explico y corregimos ejercicios. La mayoría son de los de rellenar espacios. Son un coñazo, pero a mis estudiantes los entretiene.
            El curso que dirijo a distancia para profesores de Español está centrado en la creatividad literaria aplicada a la enseñanza de español. No tiene nada que ver con lo que llevo a cabo en mis clases presenciales. Los estudiantes de este curso están dispuestos a discutir y enfrentarse conmigo. No así los de Erasmus. Éstos se muestran satisfechos con prácticamente cualquier cosa. De vez en cuando aparece alguien que quiere realmente aprender, y me siento, a pesar de toda mi experiencia, como si en realidad no tuviera ni idea de qué debo hacer, como si tantos años haciendo lo mismo no sirvieran para nada. Es una sensación de comenzar de nuevo. Y no me gusta. Al llegar a casa busco en los libros, manuales y teorías al uso cómo enfrentar intelectualmente estas situaciones. Y siempre encuentro las respuestas adecuadas. Así que, me pregunto si sirve de algo la experiencia, lo vivido.

9.Nunca me he emborrachado, ni he tomado ninguna clase de drogas, ni siquiera fumo. Me gusta beber vino, con moderación, eso sí. Me gusta beberlo con Marta Sanz, mientras vemos atardecer desde el patio de mi casa. Y casi siempre, el vino que tomamos es de Crianza. Nos gusta así porque no es tan ligero como el vino joven, ni tiene la presencia, pesadez y lentitud de los Reserva y Gran Reserva, que guardamos para otros momentos. La persona que me enseñó a disfrutar del vino fue Laura. Yo tenía catorce años y nos habíamos quedado solos en casa. Ella pasaba mucho tiempo en casa de mis padres. Aquel día se quedó porque mi madre le dijo que tenía que salir a solucionar no sé qué de la mercería. Yo, a esa edad, ya sabía que cuando mi madre decía que tenía que solucionar algo de la mercería quería decir que la esperaba algún amigo al cerrar la tienda. Cuando oímos cómo se cerraba la puerta, Laura me preguntó si me gustaba el vino. Respondí que no, pero lo hice por instinto, como un acto reflejo. Ella sacó, entonces, de su bolso una botella de vino tinto. Mientras lo descorchaba no dejaba de mirarme con una sonrisa de complicidad, picarona y lasciva. Repito que nunca he tenido ninguna relación con ella. Ninguna relación sexual, quiero decir. Su pelo, en ese momento, con los movimientos que hacía con la cabeza para abrir la botella, le cubría parte de la cara, y sus ojos me miraban como a través de una fina tela. Yo tomé un par de sorbos. Laura se bebió casi media botella. Creo, no lo recuerdo bien, que se emborrachó.

10.¿Qué es lo que deseo? La lección de anatomía, de Marta Sanz, es una novela en la que la narradora trata de saber quién es. Ha cruzado la barrera de los 40 y, eso parece, necesita reafirmarse como ser humano y, sobre todo, como mujer (hay que destacar que no hay personajes masculinos de relieve en la novela). Es una novela en la que la narradora hace una ajuste de cuentas consigo misma. Es una parada, un alto en el camino, para tomar impulso y seguir adelante. Parece que sabe muy bien quién es y lo que desea, aunque nunca nos lo diga explícitamente. Pero es posible que yo esté equivocado; en realidad, nunca he sabido leer adecuadamente la buena literatura. Sin embargo, y precisamente por eso, ahora que he terminado de leer la novela, me pregunto ¿qué es lo que YO deseo? ¿Qué quiero de LA vida?
           
11.Vivo solo en una urbanización maravillosa. Me dijeron algunos parientes que este era el lugar ideal para vivir. La casa me recuerda a la de mis padres cuando era pequeño. Espaciosa, con mucha luz, toda llena de luz. Camino por el pasillo y recuerdo cosas de la infancia. Por ejemplo, recuerdo que mi casa olía a cebollas recién fritas, y que mi padre nunca estaba, pero no nos había abandonado ni nada parecido. Mi padre no estaba porque, como bien nos decía nuestra madre, estaba trabajando. Mi padre trabajaba mucho. Mi madre también, pero en la mercería que estaba cerca de casa. Mi padre arreglaba lavadoras, tuberías; luego, máquinas de aire acondicionado; y, en general, cualquier electrodoméstico. Mi madre pasaba mucho tiempo sola, así que se echó un amante. Uno que yo sepa, claro. Mi padre también tenía amantes. En realidad no lo sé, pero no puedo imaginarme que no fuera así.

12.Me levanto de la cama a media mañana. Tras desayunar, salgo de casa y camino por varias calles casi vacías, hasta que giro por una de ellas y veo el quiosco de periódicos en el centro del lugar. Está cerrado y hay algunas personas apelotonadas. Me acerco y comienzo a leer la nota necrológica pegada en la puerta metálica. Me entero de que el quiosquero se llamaba… No me llama la atención tanto el que haya muerto como el haber sabido su nombre demasiado tarde, a pesar de llevar varios años comprándole el periódico. ¿Demasiado tarde para qué?

13.Marta acaba de venirse a vivir a mi casa. Le pregunto, mientras disfrutamos de una copa de vino, qué es lo que desea, qué quiere de la vida. Ya sé que es una pregunta típica de adolescentes, no de personas adultas, pero tengo la impresión de que ella todavía lo anda buscando. En ese momento, mientras se lo pregunto, me doy cuenta de que yo también lo busco. Y, entonces, deseo llegar a los 80 haciéndome la misma pregunta. Y deseo que la lean millones de personas, ¿qué espero de la vida?, para que me admiren e idolatren.

14.Estoy en clase. Todavía no ha llegado mi estudiante porque, según me ha dicho su secretaria, está resolviendo algo por teléfono. Me siento en una de las comodísimas butacas, abro mi carpeta y preparo los materiales. Rotulador para pizarra, hoja de ejercicios, cuaderno, lápiz y libro. Estoy en uno de los despachos de la última planta de la sucursal más importante de uno de los bancos más importantes de España. Los ejecutivos se refieren a este edificio como la “madre nodriza”. Por fin, mi estudiante aparece. Me explica su tardanza –hablaba con sus colegas de la sucursal que tienen en Pekín– y comenzamos la clase de Español. Llevo, en este momento, más de diez años enseñando Español a extranjeros. He tenido que vérmelas con gente de todo tipo, pero nunca he enseñado a ejecutivos. Son seres acostumbrados a controlar, no se dejan llevar, por lo que cuesta mucho mantener el ritmo de la clase. Explico algo sobre perífrasis, pero él no es capaz de comprender nada. En lugar de dárselo en bandeja, le voy poniendo pistas para que sea él mismo quien llegue a la comprensión de ellas. Nada. Se exaspera, pero yo insisto. Al final, y de repente, me grita, me insulta, me dice que mi manera de enseñar es una mierda, que cómo va a aprender nada si yo no le ayudo. Le pido disculpas, lo que no comprende se lo traduzco al inglés. La expresión de su rostro es de sorpresa ante lo evidente, tan sencillo, pero no se disculpa por haber puesto en duda mi profesionalidad. Le mando ejercicios para el próximo día, pero ya no vuelvo, decido que le va a dar clases su puta madre. Y pierdo más de mil euros al mes.

15.Si tuviera que decir cómo es el tono de la voz de Marta, no podría. Tampoco sabría decir nada acerca de sus ideas, o de su mirada. En realidad, no sé quién es Marta. Pero, en esta historia, estamos los dos sentados detrás de mi casa, viendo anochecer y tomando vino. En un momento en que una nube cruza la parte superior del sol, haciendo que éste parezca un paralelepípedo, Marta me mira y dice que le habría gustado que las cosas hubieran ido de otro modo. Entre sus manos tiene un ejemplar de su La lección de anatomía. Lo abre y me dice que me va a leer algunos fragmentos. No puedo decir que no, claro. “Reivindicaba y reivindico el privilegio de mentir: me parece inmoral someter al ser humano a una prueba en la que la mentira es imposible”. Sigue: “Cada palabra es un modo, más o menos honesto, de autorretratarse”. Sigue (ésta vale la pena leerla despacio): “Hay cosas que se hacen porque no queda más remedio: no por ello hay que convencerse de que son buenas. He parado el reloj y ya no pueden engañarme. Siempre que puedo, paseo a deshoras por las calles de mi ciudad. Me he hecho un poco más sabia y soy un poco más feliz”. Sonríe, me mira, mueve las cejas para llamar mi atención, pero prefiero seguir con los ojos cerrados, mirando al sol, y fingiendo que rumio sus palabras.

16. ¿Sirve de algo recordar tu pasado para comprender tu presente? Creo que no; especialmente, si tu pasado ha sido como no esperabas que fuera. Así que, ¿vale la pena narrar tu vida, una especie de memorias adelantadas a la vejez? Definitivamente, no.

17.Me marcho sin desayunar. Tengo clase a las 9 y ya han pasado las 8.30. Voy en coche hasta la estación de metro, situado junto a un parking de siete pisos. Mientras me acerco a la Facultad, pienso en las clases. No sé de qué voy a hablar, ni qué Práctica Comunicativa realizaré. Creo que las clases de idiomas son extrañas. Hay un programa elaborado, pero la enseñanza de los contenidos del mismo es muy flexible. Todo depende de cómo sean los estudiantes, de tus conocimientos del idioma, de tu conocimiento de la pedagogía de idiomas (y de la Pedagogía), y de tu carácter. La enseñanza de idiomas se parece, en esto, a la enseñanza de Matemáticas. Sin embargo, cuando entro en clase ya tengo muy claro qué va a suceder durante las próximas dos horas. Todo sale perfecto, los estudiantes se ríen con mis ocurrencias y, al final, veo en sus rostros que están satisfechos. Han hablado en Español, se han reído, no he visto a ninguno bostezando, han aprendido. Es viernes, así que al acabar voy al Departamento. Apenas hay gente por los pasillos. Pero encuentro enclaustrado en su mesa a X. X es profesor de alemán y apenas se habla con nadie. Entro, lo saludo e intento hablar con él un ratito, hasta que sea la hora oportuna de marcharme. Pero no hay manera, nunca hay manera, así que hago como que busco algún material en las estanterías y me voy.

18.“Esto es una imagen congelada. Sin movimiento. Un resultado. He parado el reloj voluntariamente. Tengo cuarenta años y a partir de ahora el tiempo volverá a discurrir, pero de otra manera. Mi desnudo es una imagen frontal con las piernas ligeramente separadas. Estoy lista para una medición.” Releo el final de La lección de anatomía. Me desnudo, estoy mal de la cabeza porque creo que haciendo lo que hace Marta Sanz en su libro me convertiré en escritor. Me desnudo, miro de frente a un espejo de cuerpo entero, separo ligeramente mis piernas. Y escribo todo lo que veo. Después, lo leo. No me gusta lo que leo y esa noche duermo mal. Luego, me levanto muy temprano, voy a la cocina, a la sala de estar, al baño. Estoy solo.

19.Me siento a escribir y me visto con un jersey que tengo desde los diecinueve años. Lo compré cuando estaba muy delgado. Fui con mi madre a una tienda que había cerca de la única sala de cine de la ciudad, en una rotonda. La tienda estaba en una calle del barrio llamado todavía Barrio de la División Azul. Nunca me importó que se llamara así porque nunca tuve nada en contra de algo cuyo significado ignoraba o, simplemente, que no había vivido. El término División Azul me sonaba exótico. Luego, cuando pasaron los años, y el alcalde era del PSOE, cambiaron el nombre y me puse triste porque parecía un intento de borrar mi infancia. Sin embargo, tenía el jersey. Era enorme, el único que les quedaba. Lo compré porque mi madre estaba empeñada en comprarme uno. Luego crecí un poco más y seguí usando el jersey, que me seguía quedando ancho. Me daba un aspecto desgarbado y algo intelectual. Me ayudaba a acercarme a las chicas. Ahora, viejo y raído, lo uso sólo para escribir… Desde que escribo, claro. Entonces, Marta insiste: “Cada palabra es un modo, más o menos honesto, de autorretratarse”. ¿Cada palabra? Yo llevo 4000 y nadie sabe de qué va esto.

20.Marta se levanta de su asiento de profesora, se acerca a donde estoy yo, que escribo un relato improvisado a partir de una lista de diez palabras. Se agacha hasta mi oreja y me dice que ya está harta, que la espere cuando la clase termine. Se da media vuelta y vuelve a su mesa, la de la profesora. Yo levanto la cabeza, sorprendido, por supuesto. El culo de Marta no aparece descrito con precisión en La lección de anatomía. Es un culo con empaque, ancho, con curvas hechas con el compás de Dios. Y ella lo sabe. El relato improvisado resulta un desastre. No sé si por la presencia de Marta o porque no sé escribir. O ambos. En fin, la espero mirando un folleto de un concierto de jazz en nosédónde. Después de tomarnos algunas cervezas y de hablar de literatura, después de fingir que sé algo de literatura, acabamos en su apartamento.  

21.Estoy en el Palacio de los licores. Son algo más de las 11 de la mañana y entra un tipo muy alto con la cabeza cubierta con la capucha de la sudadera. Estoy en los vinos de Australia. No conozco ninguna marca, así que me guío por los precios. Cojo una botella de 18€, y otra de 23. El de la capucha pasa por detrás de mí y al girar al final del pasillo le veo la cara. Se parece a E. Hace tiempo que no veo a E y me extraña encontrar en el Palacio a alguien que se le parezca. Digo “E”, me mira, parece tan sorprendido como yo, y desaparece por la esquina del pasillo.
            Resulta que todos los veranos íbamos a Fuengirola. Una señora, amiga de mis padres, nos dejaba su apartamento. Decía que desde que su marido había muerto, no tenía ganas de playa. Íbamos mis padres, mis dos hermanos y yo. Enfrente del apartamento vivía otra familia que también iba los veranos. El hijo era E, y su hermana C.  A pesar de ser algo mayor que yo, siempre estuve enamorado de C. Un día, mientras merendábamos en su casa, oí a su hermana decir que iba a ducharse porque la sal del mar le había hecho rozadura en las ingles. Y yo la vi desnuda. Era la primera vez que veía una chica desnuda. Yo estaba arrodillado, casi tumbado, mirando por la puerta entreabierta. Rubia, con los pechos en alto, y unas caderas que hicieron que me mareara. Miré a su ingle, y sólo vi una hermosa mata de pelo que no impedía que asomara su vagina, una vagina como un trofeo en un pedestal, inalcanzable. Definitivamente, mareado, mi cabeza golpeó contra el suelo. Nunca salió conmigo.  Y nunca me miró, en realidad, a la cara.

22.Nos sentamos a la mesa Marta, mi amigo E, Laura, su marido y yo. Jugamos al parchís durante dos horas. Para llegar a esta situación hemos debido estar antes en algún otro sitio, si no, ¿de qué nos íbamos a conocer todos? Durante el juego le pregunto a mi amigo por su hermana. Me entero de que su vida es maravillosa. Es decir, sigue sin necesitar mirarme a la cara. Intento recordar alguna cita de La lección de anatomía, pero no encuentro ninguna suficientemente apropiada.

23.Tengo alrededor de 20 años. Vivo en casa de mis padres y salgo todos los jueves, viernes y sábados. Apenas estudio, aunque nunca falto a clase de Literatura. Solemos salir unos cuantos amigos a tomar unas cervezas hasta las 2 o las 3 de la madrugada. Hoy es jueves; pero todos tienen algo que hacer, excepto M. Nos vamos M y yo a tomar algunas cervezas a los bares de siempre. Hoy vamos de tranquis. Nos tomamos 6, tal vez 7 cervezas. Litronas. Y de repente, M me dice que es homosexual. Yo me río, pero qué dices, hombre, si hemos hablado muchas veces de chicas, y yo te he visto morreándote con alguna. Él no se ríe, tampoco está serio, ni solemne, y repite que es homosexual. Me pide que no se lo cuente a nadie. Le respondo que tranquilo, pero al día siguiente se lo cuento a todos, incluida su hermana, que no tenía ni idea. M se marcha de la ciudad, y nunca más sabremos de él. Yo me enrollo con su hermana.

24.“Siempre que puedo paseo a deshoras por las calles de mi ciudad. Me he hecho un poco más sabia y soy un poco más feliz.” Éste es casi el final de La lección de anatomía, de Marta Sanz. Salgo a la calle con estas palabras en mi cabeza. Camino por la acera, como siempre. Tengo 45 años, pero no me siento más sabio. Es decir, ¿qué nos hace más sabios? ¿La experiencia? ¿De qué sirve haber sufrido mucho? ¿De qué sirve haber tenido una infancia satisfactoria o terrible? ¿Sirve de algo haber traicionado a un amigo o ser una persona honesta? Pienso en estas cosas mientras cruzo la calle, libre de coches. Es bueno, pienso, vivir en una zona residencial. Es bueno mantenerte al margen de lo que sucede, en realidad. Camino procurando que los árboles que hay a lo largo de mi camino me mantengan a salvo de las miradas de los vecinos que observan desde el otro lado de sus ventanas. Llego, por fin, a la plaza donde está el quiosco. El quiosquero es nuevo y todavía no sabe quién soy, ni lo que compro. Al volver, me paso por la librería, donde la misma mujer, algo más vieja y triste, abre los ojos al verme. Luego, contraviniendo mi propia costumbre, entro en el Palacio de los licores. Hay bastante gente, lo que me altera desagradablemente. Hago un esfuerzo, y compro tres botellas de lo primero que encuentro. Esta tarde, alrededor de las siete, abriré una, sacaré las butacas, con sus cojines, dos copas, etc. Esperaré a que Marta se siente a mi lado. Cuando lo haga, le mostraré orgulloso el esquema de mi historia. También, dejaremos que pase el tiempo, veremos anochecer, y disfrutaremos del vino. Tal vez mañana, o pasado mañana, o la semana próxima, todo sea un poco mejor.







FRANCISCO CAMBRONERO MARTÍNEZ.