“… no podré analizar mis personajes porque no los
conozco. No puedo conocer lo más profundo de su alma”.
Mircea Eliade, La novela del
adolescente miope.
“Si tus fotos no son suficientemente buenas,
es porque no estás lo
suficientemente cerca”.
Robert Cappa.
En la mesa de
enfrente hay siempre una mujer con un pañuelo en la cabeza, como las gitanas
que conocen el futuro que hay en las manos, que lee y toma notas de lo que lee
sin descanso. Viene al café todos los días alrededor de las 17.30. Se queda hasta
las 8, luego se marcha. En la mesa hay un vaso de cartón/plástico con la tapa
puesta, pensado para un “take-away”. El café está frío y casi entero porque la
señora olvida que debe beberlo. Hay, también, un estuche. En su interior se
pueden ver algunos bolígrafos y lápices. La señora escribe con un minúsculo
lápiz. La mujer es menuda, y los picos de la silla sobresalen por encima de sus
hombros como los picos de las alas plegadas.
Cuando se marcha lo hace portando grandes
bolsas que le llegan a los pies. Lleva dos, asidas de la mano derecha, una de
ellas es de plástico. Ignoramos qué lleva en su interior. La otra parece de tela,
más consistente. Asoman un paraguas, la parte superior del lomo de unos cuadernos
de varios colores y una bolsita trasparente en cuyo interior se vislumbran los
contornos rojizos, naranjas, verdes de unas manzanas. La señora camina
arrastrando la gabardina verde. Camina sin saber muy bien a dónde caminar. Gira
por varias calles, se mueve con soltura, a pesar de la edad. Pero eso es fácil,
la acera está limpia, limpia incluso de gente. Los coches apenas la molestan
porque los conductores de Londres son respetuosos con todo el mundo. Podemos
ver, también, que en la mano que tiene libre lleva un libro. Es el libro que ha
estado leyendo y sobre el que ha escrito. Es distinto del libro de ayer. Y
también del que traerá mañana. En un momento determinado, tras verse reflejada
en el escaparate de una tienda de muebles, recuerda que era a casa de su hija a
donde iba. Da media vuelta y camina con la misma resolución.
Poco después la vemos entrando en un
patio separado de la acera por un murete. Deja la bolsa grande en el suelo y
llama al timbre. Vuelve a llamar. Pega la oreja cartilaginosa y seca a la
puerta. Mira por la ventana que hay a su derecha. Se pone la mano, huesuda y
llena de manchas, como anteojera para impedir que la luz se refleje en el
cristal. Todo está oscuro. Se aparta un poco de la fachada y mira las ventanas
del piso superior, quizás piensa que si están abiertas o las luces están
encendidas es que hay alguien. Pero están cerradas y los cristales
transparentes están oscuros. Vuelve a llamar. Suspira y mira a un lado, luego
al otro. Se aparta de la cara un tirabuzón negrísimo, deshilachado y viejo. Se
da la vuelta y mira a su alrededor. Por primera vez vemos en su rostro una
expresión que podríamos definir de preocupación. Tal vez de desasosiego.
Incluso, podría ser que alguien la calificara simplemente de tristeza, o
pesadumbre. No siempre es fácil saber qué expresa el rostro humano. Comenzamos
a sentir curiosidad.
Han pasado más de diez minutos, tal
vez quince, de calma chicha, y somos espectadores del cambio de la expresión de
su rostro. Ahora sonríe mientras se limpia de la cara lo que imaginamos son
unas lágrimas, que no habíamos visto, pero estaban ahí, sobre su piel; pero
podría ser que sólo se estuviera estirando algo la piel para que parezca más
tersa. Es su hija. La señora baja los escalones y sale del patio a la acera. La
hija acelera el paso y la abraza. Madre e hija se abrazan. La madre cierra los
ojos, la aprieta fuerte contra su pecho y sonríe. Podemos leer en los labios de
la hija un “ya estoy aquí. No hay de qué preocuparse”. La señora responde que
estaba empezando a asustarse por si le había sucedido algo a su niña. Abrazadas
por la cintura suben los escalones que llevan a la puerta, la hija coge la
bolsa apoyada contra la pared y entran en casa.
Al cabo de un rato llegan varias
mujeres. De lejos parecen un único ser, una realidad sin matices. Es al
aproximarse cuando, sin que Nosotros Nos esforcemos, se marcan con claridad los
contornos. Son cuatros mujeres, de entre treinta y cuarenta y cinco años,
aparentemente. Por su aspecto, podrían vivir en los pequeños barcos que hay
varados en la orilla norte del Támesis, pero tal vez vivan en diferentes
lugares, en millares de lugares. Son cuatro, al fin y al cabo. Detrás de ellas surgen,
como si estuvieran escondidos para sorprenderNos, unos hombres. Deducimos, por
la manera y los gestos que tienen con ellas, que no son amigos sino maridos o
novios, o algo semejante, si ello fuera posible.
Las cuatro parejas, entre risas, con
los brazos sobre los hombros de ellas y por la cintura de ellos, hablando
animadamente, suben sin prisa y entretenidos las escaleras y entran sin llamar en
la casa de la hija. Ignoramos qué sucede en el interior de la vivienda.
Ignoramos, también, qué relación hay entre las cuatro parejas y las dos mujeres,
la madre y la hija. Pero pensamos que es una íntima y confiada relación porque,
de lo contrario, no habrían entrado sin llamar, ¿verdad?
Cuando anochece, alguien enciende
las luces de toda la casa, y convierte en luminoso el cielo sin luna. Mientras
la gente de Bramerton Street duerme escondida, ellos se divierten. El silencio
de la calle es un altavoz de lo que sucede dentro. Pero, a medida que la noche
avanza, los ruidos del interior disminuyen, y la luz de las farolas se hace más
anaranjada, como si no quisieran molestar a los durmientes. A las diez personas
del interior parece que nos les importa lo que suceda en el exterior. Pensamos
que, tal vez, van a quedarse a dormir. Y comenzamos a jugar a la especulación. Y
especulamos, especulamos, especulamos.
Cuando las gaviotas comienzan a buscar
su alimento, de la casa salen, con aspecto de evidente cansancio, tres de las
cuatro parejas. Algunos todavía llevan la sonrisa pegada al rostro. En este
momento Nos preguntamos cuál es la pareja que se ha quedado y por qué. También,
de algún modo habíamos imaginado que la señora del pañuelo gitano, la madre, debido
a la edad, ya se habría marchado. Pero no ha sido así. Tampoco se marcha con
las tres parejas. Tal vez viva con su hija. Una de las parejas (pareja 1) se
despide de las otras dos y toma el mismo camino de llegada, por la derecha desde
el punto de vista de alguien que se asoma por la puerta para despedirlos. Mientras
se alejan, miramos y miramos pero no vemos nada que los identifique o
diferencie del resto. Quizás, más adelante. Las otras dos parejas caminan unos
minutos hacia la izquierda, hacia el Támesis. Cuando llegan al muro de
contención apenas las podemos ver porque los árboles enormes, hermosos, siempre
verdes, Nos lo impiden. Nos movemos unos metros hacia un lado y vemos a una
pareja (pareja 2) caminar hacia el nacimiento del río, pero está tan lejos, hay
tantas alternativas, tantas decisiones que tomar, tantas bifurcaciones, que no
es posible saber sus intenciones. La otra (pareja 3) se dirige al mar por un
camino que se ensancha a cada paso. De estas dos parejas tampoco, de momento,
podemos decir casi nada salvo que son altos; ellos visten chaqueta y corbata.
Ellas llevan sendos vestidos por encima de las rodillas y tacones kilométricos.
Pareja 4. La que se ha
quedado en la casa de la mujer es una pareja de estafadores. Él, a diferencia
de los otros tres varones, y siendo de constitución delgada como ellos, presume
de barriga cervecera. Cuando camina, la camisa le aprieta y crepita a la altura
del ombligo. Y cuando están con gente, le gusta apartarse la chaqueta oscura
–siempre oscura– y mostrar su abultamiento. Su mujer sabe que las chaquetas
claras son de los pijos y los mafiosos. Los pantalones son elegantes, parecen
hechos a medida, pero son jeans, simples vaqueros, aunque muy caros. Cuando hay
poca luz, que es casi siempre, le gusta asomar el cinturón y ver cómo el
reflejo de las farolas o de la luz de los pubs muestra la forma de su hebilla
–dos caballos enfrentados con las patas delanteras en alto– en la ropa de la
gente. Parece que es el único de los cuatro al que podemos diferenciar por su
aspecto, pero no debemos fiarnos. Camina mucho, unos diez kilómetros cada día.
Creemos que también fuma, a escondidas. Ella, que finge que no sabe que fuma, es
una mujer menuda; de lejos se parece a la mujer con el pañuelo de gitana, como
si tuviera veinte o treinta años más de los que en realidad agobian su corazón.
De cerca, vemos que su rostro es extraño. Su mirada se percibe fría, de ojos
oscuros y brillantes, aunque sus labios mantienen una permanente sonrisa,
dirigida a la persona que tenga delante, como queriendo agradar. Hay una
descompensación entre la mitad norte y la mitad sur de su cara. Como esos
vídeos en los que el rostro se muestra dividido en varias partes, creando gestos
nuevos a medida que las diferentes porciones se mueven a la derecha o la
izquierda, arriba o abajo. Frunce el ceño para aumentar el zoom de sus ojos, es
una mujer que quisiera ver más lejos. Pero esto, por supuesto, Nos lo hemos
inventado: no tenemos ni idea de si quiere ver más lejos o de si su mirada es
el reflejo de un corazón frío. Durante varios minutos pasean por las calles de
Londres. Como la señora del pañuelo, no saben a dónde ir. Tal vez no les
importa. Sólo caminan hasta que entran en un parque pequeño que se ha mostrado
de repente en su inmensidad al pasar un edificio de apartamentos. Ella se apoya
en el hombre, lo hace pararse, se inclina, levanta el pie y se quita el zapato
de tacón. Se pasa la mano por la planta. Su rostro, las diferentes partes de su
rostro, reflejan el dolor y luego el placer del alivio. Mientras, él la
sostiene con acusada delicadeza. Nos gustaría decir que sabemos que se quieren,
que su relación no está adulterada; o bien, que su relación es toda mentira,
que están juntos por el negocio de la estafa. Pero, en realidad, no podemos
decir nada porque apenas sabemos ni de ellos como personas ni de su relación
como pareja. Sabemos, eso sí, que son estafadores.
Observamos. Empieza a anochecer,
¿fue ayer o hace más de un año cuando estuvieron en la casa de la madre y la
hija? La humedad se pega a las hojas de los árboles que rodean, que cubren el
parque entero; se agarra a la ropa, a la piel, a los huesos y te licúa el
interior. Ellos se suben el cuello de los abrigos para protegerse el cuello caliente
y su cerebro caliente y se sientan en uno de los varios bancos de madera
oscurecida y agrietada por el frío, la lluvia y el sol. Sabemos que hablan
porque no dejan de mover las manos, hacen gestos con la cara, la suben, la
inclinan, la giran; y los labios son como dos gomas elásticas que un niño se ha
puesto bajo la nariz para llamar la atención. Pero no los vemos sonreír. Los
gestos acompañan las palabras pero no expresan estados de ánimo; aunque esto,
por supuesto, no significa nada. Sólo Nos ha llamado la atención y por ello lo
anotamos. Seguro que hay alguien que comprenda su significado. También sabemos
que el olor de los puestos de hamburguesas, perritos calientes y honey roasted
nuts es muy intenso, tan intenso que ayudado por la niebla, no puede elevarse,
confundirse en la oscuridad con las nubes y desaparecer; permanece bajo, a la
altura de la nariz de la gente que, al igual que la pareja de estafadores, se
resiste a irse a casa, sólo desea disfrutar. Pero, Nosotros, en realidad, cómo podríamos
oler si estamos lejos.
Vemos que la pareja, de repente, se
levanta y camina desenvuelta mientras saluda a otra pareja. Coinciden cerca de
los puestos de los perritos. Se detienen y comienzan a hablar. La pareja que ha
aparecido en escena ríe. La estafadora ha dicho algo divertido. Entonces, el
hombre coge por el brazo al estafador y se alejan unos metros de las mujeres y
de los puestos de fritanga. Nuestro estafador asiente a lo que le dice el
hombre, que no deja de mover el dedo índice de la mano derecha. ¿Estará
enfadado? Si alguien quiere conocer o descubrir la verdad, o tener
conocimientos de lo que sea, debe estar cerca. Estar cerca, oler el aliento,
sentir la temperatura, la textura de la piel, es la única manera de saber con
certeza que alguien es como se piensa que es. La lejanía te ayuda a tener
perspectiva, pero la perspectiva no es conocimiento. Nosotros Nos acercamos y
vemos una bocacalle que, hasta ese momento, parecía no existir. Al fondo de la
misma hay algunos caballitos de un tiovivo abandonado un poco más allá, y unos
puestos, volcados y oxidados, de algodón dulce.
—Mañana, creo. No, no. Pasado
mañana… ¿…? —dice el estafador.
—¿Crees que estará bien?
—Sí, creo que estará bien. No habrá
problema, ¿qué pasa?
—Es que me han dicho que hará mucho
frío. No sé, quizás deberíamos postponerlo. Tampoco pasaría nada —mira
alrededor con las brazos medio extendidos—, hay muchas posibilidades en todas
partes —el hombre es alto y delgado (¿no habrá nadie en esta historia que no
sea alto y delgado?); tiene la nariz de boxeador, aunque eso no significa que
lo haya sido, y los puños fuertes. Cuando afirma lo de las posibilidades en
todas partes, cierra el puño de la mano derecha y lo levanta a media altura.
—Pero cómo quema el perrito —dice
casi gritando la mujer, mientras se acercan a donde están ellos.
—Pero están ricos, ¿verdad? —y la
estafadora muerde un buen pedazo del suyo.
—Ah, ¿nos habéis comprado uno a
nosotros? ¿No? ¿Por qué?
—Se han acabado.
—No es cierto. Veo que están
preparando más.
—Mañana tengo peluquería, a las 8.
Luego debo pasarme por el Post Office a recoger un paquete. Me lo envía un
amigo desde España. Es jamón y otras cosas. Así que estaba pensando que nos podríamos reunir
en su casa a celebrarlo —dijo la mujer.
—Bueno, nos vamos, ¿vale? La vida es
tan terrible a veces —dijo el hombre y le guiñó un ojo a la estafadora— que uno
no sabe nunca qué va a pasar. Jajaja. Vamos, cariño. Pero, ¿por qué vas a la
pelu? Estás muy bien así, y con lo cara que se ha puesto —continuó mientras se
alejaban—, además, en realidad, si un día…
Nosotros. Es difícil seguir
los pasos de nadie. Es difícil, a pesar de llevar ya tantos años en ello,
conocerlos a todos. Es difícil, incluso, saber quiénes somos nosotros. Hemos
dejado preparado el desayuno en una bolsita, pero no estamos seguros de que las
cosas vayan a salir bien, de que podamos volver y recoger nuestro desayuno,
compuesto de sándwich de… . Es el deseo de que las cosas saldrán como esperamos,
por eso no nos hemos llevado el desayuno con nosotros. ¿Cómo podemos estar
seguros de que mirar a la gente, observar cómo se mueven, cómo gesticulan, cómo
arquean las cejas, o cómo se les manifiesta el hoyuelo en la mejilla cuando
ríen, cómo podemos estar seguros de que son manifestaciones externas de su bondadoso
carácter? Una persona viste un abrigo largo, por debajo de la rodilla. Se sube
el cuello porque hace frío, lleva guantes, bufanda. Toda la ropa es de marcas
famosas, cuyos logotipos son visibles para todo el que quiera mirar. Cuando
llega, y tras diez segundos en los que se expresa con exquisita diplomacia y
encanto, consigue que su cheque, un cheque más falso que un euro de madera, sea
aceptado por la entidad bancaria. Y sale de allí millonario. ¿Cuántas historias
se han escrito sobre esto, sobre las falsas apariencias (hay hasta películas
con ese título)? Pero, ¿es posible que las cosas sucedan de otro modo? Se
supone que la información debería ser el antídoto de las apariencias. ¿A cuánta
gente le interesa tener información? ¿A cuánta gente le preocupa la verdad? Goran
Petrovic dijo que la realidad es sólo una fantasía exageradamente bien peinada.
Es posible. Quizá debemos aceptarlo. Hemos luchado tanto por demostrar que no
es cierto que, aun ahora, nos cuesta aceptar nuestro fracaso. Mañana vendrán y
nos retirarán la placa. Todos nuestros archivos pasarán a la Central, a un
cajón de algún archivador cuya clave de acceso estará escondida en alguna base
de datos encriptada.
Son muchos años intentando descubrir
la verdad, siempre difícil.
Salimos de casa antes de amanecer.
Todos los días, sin excepción. Nos gusta pasear a lo largo del Támesis. Hay barcos
en medio del río, con luces en sus ventanucos que se mecen al ritmo de una agua
tremendamente corrupta. Otros pequeños barcos están varados en la orilla, o con
la regala sumergida lo suficiente como para hacer creer a sus moradores que
están en el río, aunque no se mecen a ningún ritmo. Hay gente desayunando,
gente que escucha la radio, las noticias, o música; otros ven música en la MTV, o la noticias en la BBC. La gente no hace mucho más. Algunos
toman un café en cubierta mientras contemplan cómo el sol asoma por detrás de
los árboles, al fondo, en la desembocadura, tan lejos. Las gaviotas no paran de
volar por encima de nuestras cabezas, tienen hambre y buscan su comida en los
alrededores del río, de los barcos, y por Battersea Park. Nosotros damos dos
vueltas de norte a sur cruzando el puente de Chelsea primero, y el de Albert
después.
Correr o caminar (depende del día) es
una práctica física que llevamos a cabo a diario. Creo que esto ya lo he dicho,
pero no pasa nada si se repite, ¿verdad? En algunos aspectos, repetir está muy
bien. Nos ayuda a fijar ideas o hechos en nuestra cabeza. También nos ayuda a
hacer realidad lo que imaginamos y, así, una mentira se convierte en un
recuerdo tan real como los recuerdos verdaderos. Blade Runner. Sí, ya lo sabemos. Podríamos decir que nunca hemos
visto el Támesis, ni Londres. Ni siquiera sabemos si hay golondrinas en los
alrededores del río. Las calles que nombramos las hemos encontrado en un plano
de la ciudad. Es así. Esto es lo que podríamos decir, y nadie sabría si decimos
la verdad o si sólo es un juego. Pero, por otra parte, ¿hay alguien a quien le
importe esta tontería? Mañana vendrán a por nuestras credenciales, eso es lo
único que, en realidad, cuenta (qué cosas. Intentamos aparentar cierto nivel de
conocimientos acerca de la realidad, pero no sabemos ir más allá de algunos
referentes culturales muy populares; es triste, muy triste todo esto).
Estamos con una chica que nos gusta
mucho. Intentamos penetrarla porque, en verdad, nos gusta, estamos enamorados
de ella, y ella nos desea. Quiere que la penetremos. Pero, el cansancio, la
falta de confianza en nosotros mismos, el miedo a defraudarla o el exceso de
información en nuestra cabeza, nos impide hacerlo. No podemos, a pesar de que
nunca una mujer nos ha deseado tanto, penetrarla; y nuestro pene se muere,
lánguido. Si el servicio de habitaciones hubiera entrado, habría visto varios
condones desparramados por el suelo enmoquetado. Sonreiría porque no dudaría en
pensar que allí ha habido una bonita fiesta. Necesitaría tener verdadero deseo
de saber la verdad, de comprender el mundo por el que se mueve, su mundo.
Necesitaría acercar la vista, como una experta entomóloga, para saber que en el
interior de los condones arrugados y grasientos no había más que algunas
células muertas de nuestro abatido pene. Células muertas y aire.
Al volver, nos duchamos, guardamos
el desayuno en la cartera y salimos para la Agencia.
Por la tarde, solemos buscar sitios
donde comer hamburguesas y perritos. Nos decimos que es un contrasentido
caminar o correr diez kilómetros diarios y luego hincharse a hamburguesas. Lo
sabemos y, mientras mordemos un perrito que quema, nos reímos y guiñamos los
ojos. Estamos locos. En unos minutos, y aunque no se nos note, podríamos ser
los protagonistas de algún anuncio sobre algo que quita la sensación de pesadez
de las comidas. No se nos nota, pero podríamos poner cara de sentirnos muy
pesados.
Estamos en el coche, esperamos que
suceda algo que nos despierte. No sucede nada, y llenamos el coche de ruidos
estomacales y flatulencias. La barriga cervecera apenas nos deja tiempo para
sentirnos bien con nosotros mismos. Llevamos varias horas sentados dentro del
coche. Las luces de las farolas se vuelven anaranjadas y el silencio de la
calle nos hace estar aún más alerta. Pensamos que esta noche sucederá algo
importante; pero, al final, no sucede nada o, por lo menos, nosotros no somos
conscientes de ello. En los primeros días nos gustaba anotarlo todo. Pensábamos
que lo mejor para comprender lo que sucedía era apuntar todo lo que sucedía; no
importaba que, aparentemente, no hubiera ilación entre unos hechos y otros. Nos
gustaba analizarlos mientras tomábamos una taza de té rojo en la cocina, ya por
la noche. Siempre era posible que, con el tiempo, las relaciones se hicieran
visibles, como los problemas de ajedrez. Era cuestión de tener fe, fe y
paciencia. Todavía creíamos, entonces. Pero, luego, poco a poco nos volvimos
ateos, por decirlo así. Dejamos de creer en lo que estaba escrito. Ya sólo
mirábamos a nuestro alrededor. Las anotaciones las escribíamos para los
miembros de la Agencia. Nosotros mirábamos convencidos de que, de ese modo,
comprenderíamos qué sucedía. Y sucedió que salieron de casa, pero no podíamos
distinguir quiénes eran; tampoco comprendíamos por qué sólo habían salido tres
de las cuatro parejas. Y sucedió que un señor que partía las nueces con la mano
se le acercó a la chica, le dio fuego y se ofreció para llevarla a casa. Ella
aceptó y dijo algo de una peluquería, pero no supimos qué. Y sucedió que una
mujer se apoyó en el brazo del hombre, se quitó el zapato y sonrió al hombre.
El hombre la sostuvo como si fuera un adorno muy caro. Y sucedió que un hombre
se quejaba de lo caliente que estaba la hamburguesa, y guiño el ojo a una mujer
de sonrisa horrible. Y sucedió que una vieja leía en una cafetería en la que la
gente no lee. Y la mujer escribía cosas sobre lo que leía, pero no sabíamos qué
escribía. Y sucedió que se pasó la mano por el cabello, se miró al espejo y
sonrió. Luego su boca se movió como si fuera el chicle de un niño e hizo
gárgaras, y siguió riendo. Y sucedió que se abrió el abrigo y de la badana sacó
un ramo de flores, con un beso se lo entregó a la chica, pero ella con el
rostro muy serio le dio un bofetón. Él, apesadumbrado, se dio la vuelta, caminó
unos metros, cogió de la mano a su novia y juntos se marcharon. Y sucedió que el
conductor del autobús hacía ese mismo recorrido por centésima vez, pero ese día
entró en la curva no a 80 por hora, sino a 150. Y sucedió que subrayaba todo lo
que le gustaba de los libros que leía y lo hacía de diferentes colores, aunque
nunca supo explicar por qué. Y sucedió que estudió un idioma, y luego otro, y
otro. Y aprendió hasta 12 lenguas que hablaban más de 2000 millones de
personas; pero nunca salió de su país, y nunca supimos por qué. Y sucedió que
esa mañana el papá dio el desayuno, como todos los días, a los niños; los
llevó, como todos los días, a la escuela; les dio, como todos los días, un beso
de despedida y, como todos los días, les dijo que los quería. Pero, luego, no
fue al trabajo, ni regresó a la escuela a recogerlos, ni habló con su mujer,
como hacía todos los días; simplemente, desapareció, y nunca dijo por qué. Y
sucedió que era un jardinero que recogía las hojas caídas de los árboles que
rodeaban las casas en las que trabajaba; y cada pocos minutos se incorporaba,
miraba el reloj, luego al cielo, se pasaba la mano por la frente para quitarse
el sudor. Miraba a un lado y a otro buscando algo que no llegaba. Y sucedió que
se acercó muy enfadado al taller mecánico a reclamar por enésima vez su coche.
El mecánico le dijo que aún no estaba, pero que no se preocupara y que si le
apetecía le invitaba a una cerveza. Y el hombre, sin pensarlo dos veces,
aceptó. Y sucedió que mientras se cepillaba los dientes antes de acostarse, le
dijo a la mujer que lo esperaba en la cama que al día siguiente necesitaba más
dinero para reparar el aire acondicionado. La mujer accedió, le firmó un cheque
y el hombre, sorprendido, le preguntó por qué; ella le respondió que no sabía
por qué, pero que por qué no. Y sucedió que la señora caminaba con el perrito
por la acera con la esperanza de que, por fin se decidiera a hacer sus
necesidades, pero el perrito, estreñido, se negaba. Se acercó un hombre de
mediana edad, cogió al perrito, le acarició el lomo, le susurró unas bellas o
terribles palabras al oído e, inmediatamente, el perrito comenzó a hacer sus
cosas con sorprendente fruición, y la señora, muy feliz, no supo preguntarle
cómo lo había hecho. Y sucedió que comenzó entusiasmado a traducir al español The story of English in 100 words, pero
a la quinta palabra se cansó y lo dejó sin saber por qué, porque en realidad estaba
ilusionado con ello. Y sucedió que a medianoche ella regresó del baile, con un
hermoso vestido de gasa, vals guantes chófer champán; al bajar del coche, un
joven apuesto la esperaba en la entrada del hotel. Le ofreció su mano, ella
aceptó y se introdujo feliz en otro vehículo. Y sucedió que tras el trabajo,
regresaba a casa, se quitaba el mono de la obra, se ponía unas bragas y
sujetador de la talla 85, y escribía poesía. Y cuando por la noche le preguntaban
por qué lo hacía, él no sabía responder por qué, pero lo cierto es que cada vez
escribía mejor. Y sucedió que se levantó antes del amanecer. Observó a su mujer
para saber si dormía. Se incorporó en la cama y miró por la ventana sin
cortinas. En la rama del árbol había dos ardillas corriendo y jugando
entretenidas. Él las contempló durante un rato y, más relajado, volvió a
dormirse. Y sucedió que leyó el periódico y decidió contar todos los adverbios
que aparecían en los titulares y, luego, los adjetivos y, luego, los artículos.
Era evidente que tenía demasiado tiempo libre, pero ni siquiera él se había
dado cuenta. Y sucedió que dejó de escribir, se miró los dedos y, en silencio,
los contó, y su mano derecha pasó suavemente por encima de los dedos de la mano
izquierda; luego, miró los árboles que le rodeaban, las abejas, el cielo, los
pájaros, las flores; y siguió escribiendo. Y sucedió que aquel año los árboles
frutales no dieron fruto. La mujer miró a los niños, luego se limpió el sudor
de la frente con el pañuelo que llevaba al cuello, y preguntó con la mirada a
su marido. Su marido suspiró, se colocó la gorra de la cooperativa y siguió
cavando la tierra. A la mañana siguiente, el marido se despertó, pero su mujer
ya no estaba. Y sucedió que el experto informático llegó a la casa, preguntó
por el portátil, lo abrió, se puso a hurgar en su interior, e hizo visibles al
propietario las piezas que daban sentido a la máquina. Luego, el experto colocó
de nuevo todas las piezas en su sitio, menos una, que se había vuelto
inservible. Esa pieza, colgada en el dintel de su casa, puede ser vista hoy por
todos los vecinos que cruzan por su puerta. Y sucedió que el ama de casa, tras
acabar de fregar los platos de la comida, encendió la tele para ver su programa
de Tele5, pero, a diferencia de otros días, se quedó dormida hasta la hora de
la cena. Y así pasó desde entonces, pero ni sus hijos ni su marido la
comprendían. Y sucedió que todas las mañanas salía con la regadera llena de
agua a regar las flores de su jardín, pasaba por delante de los rosales, los
tulipanes y las begonias; luego, volvía a la casa y anotaba cosas en el
cuaderno para, a continuación, volver a salir y verter, ahora sí, agua. Y
sucedió que el primer día de curso, el afamado arquitecto entró en su clase de
la Escuela de Arquitectura y comenzó a explicar a sus alumnos cómo son las
mujeres. El segundo día explicó cómo son los hombres. El tercer día explicó cómo
son los animales. Y, el cuarto, cómo son el agua, la tierra, el aire y el
fuego. El quinto, qué son el dinero, el poder y el sexo. El sexto, contó
chistes sobre arquitectos. Y el séptimo comenzó a enseñar los contenidos del
programa. Y sucedió que el niño abrió la cartera y vio, feliz, que su mamá
había metido la chocolatina que tanto le gustaba. Luego, en el recreo se acercó
a Laurita y le dijo si quería un poco de la deliciosa chocolatina. Y sucedió
que la familia de clase media salió de Fuengirola a media mañana con la
intención de llegar a Madrid para la cena. Pero, tras cruzar Despeñaperros y
mientras comían algo en un área de descanso, una mujer joven y todavía hermosa
caminó por el pasillo de la mesa de la familia, el hombre la miró y se dijo a
sí mismo, entre el ruido de los niños con la comida, que la amaba. Luego, dijo
que iba al baño, y ya no regresó. La esposa esperó perezosamente hasta el
anochecer. Y sucedió que la mesa estaba cubierta de papeles y libros. Un día se
acercó a la mesa con intención de cambiarlo todo, de organizarlo todo excepto
la foto de su mujer, pero al sentarse se olvidó de ello, y ni siquiera él lo
comprendía. Y sucedieron otras muchas cosas que quedaron anotadas pero que, ni con
el paso del tiempo, parecían tener algún sentido.